13/08/2020
 Actualizado a 13/08/2020
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Mi abuelo Vicente tenía un sentido del humor muy suyo. En un invierno de los años 50 fue a una cacería de jabalíes en la Quebrantada. Le tocó un puesto cerca de la majada, un buen puesto. De pronto, aparecieron quince o veinte de estos mamíferos ungulados y le entró tal zozobra que tiró la escopeta y marchó para el pueblo pitando. Llegado que hubo al bar de Tino, pidió un café y ante la pregunta de por qué había abandonado su puesto de caza, respondió: «Volverán las oscuras golondrinas a tú balcón sus nidos a colgar, pero Vicente a los jabalíes, por los cojones que volverá». Otra vez, habiendo encontrado unas bragas XXL al lado de la cuadra dónde teníamos las vacas, las colgó en la señal de tráfico de la carretera, justo cuando entras en la rampa, la que dice: ‘Vegas del Condado: 1,4 km’. Allí estuvieron una semana. Por lo visto, a la propietaria le dio cosa cogerlas, lavarlas y ponérselas de nuevo. Pero esto es otra historia. En los años sesenta, Vegas era todo menta. Todas las tierras estaban sembradas de esa hierba medicinal, desde el límite de Devesa hasta el de Villanueva. No os voy a negar que el pueblo olía de maravilla. La menta, en aquellos años, se segaba por la tarde, a la anochecida, y se cargaba en los carros y en los remolques de los pocos tractores que había, al amanecer. Se hacía porque estaba empapada de rocío y, ¡claro!, pesaba más, puesto que se entregaba en verde a los murcianos y a los andaluces que luego traficaban, (y ganaban muchísimo dinero), con ella. Un año, la cosecha fue extraordinaria, por lo que mi madre llamó a su hermano José María, alias ‘Matamoros’, para que nos viniese a ayudar. Mi tío era la transfiguración de un oso; mayormente, del padre de todos los osos de la Cordillera Cantábrica. Su fuerza era mítica. En aquel tiempo, un brazo de mi tío era como una pierna de un hombre normal. Cuando dijo que sí, que acudiría, a mi abuelo no se le ocurrió otra cosa que hacer una horca digna de él. Cortó una rama gruesa de negrilloy le puso un tridente de la marca Bellota. Aquello fue un acto inhumano. Pesaba una barbaridad y ni mi padre, que también se las traía en cuanto fuerza, era capaz de manejar aquella tortura. Recuerdo cuando volvieron de cargar, sobre las nueve. Mi abuelo venía jurando en latín o en arameo, vaya uno a saber. Mi madre le preguntó que qué tal se las había arreglado. «Hija, –le contestó–, lo de tú hermano no es normal. Cargaba medio marallo de cada horcada». Con el tiempo, y ya seca la madera, la heredé yo para cargar las pacas de hierba y sí, costaba un huevo andar con ella.

Así era mi tío, una fuerza de la naturaleza. Pero incluso los más fuertes y poderosos sucumben ante el cáncer... Este año horrible, en plena pandemia, mi tío murió. No se le pudo enterrar, por las medidas restrictivas contra la libertad que dictó el gobierno, a su tiempo, por lo que sus hijas, mis primas, tuvieron que incinerarle. Lo malo fue que su esposa, mi tía, murió a los quince días. Otra vez a repetir toda la parafernalia. Por fin, este pasado sábado, pudimos enterrarlos. La angustia y la desazón que hemos pasado (sus hijas sobre todo) es inenarrable. Lo más jodido del asunto es, sin embargo, que miles y miles de familias españolas han pasado también por la misma angustia. No quiero pensar en las de Madrid y Barcelona, muchas de ellas sin saber si las cenizas que les han entregado las autoridades son las de sus deudos o las del vecino del sexto. Cierto es que no tiene mucha importancia; muerto el burro, la cebada al rabo..., pero en una sociedad como la nuestra, dónde se da una extraordinaria importancia a todos los actos de despedida de los familiares difuntos, te entra una incertidumbre qué no te deja pensar con claridad, qué te impide despedirte de ellos de la forma más afectiva posible. Esto es, para nuestra desgracia, lo que ha pasado con infinidad de nuestros muertos en estos meses irreales y desesperantes.

Como uno quiere creer que existe el más allá, que después de sufrir como un cabrón toda la vida, desde que naces, tiene que haber algo que reconforte nuestras almas, que las haga descansar de tanto padecimiento, tengo la seguridad que se han encontrado en el Paraíso, en los Campos Elíseos o como quiera que se llame el lugar de descanso eterno, mi tío Matamoros y mi abuelo Vicente. Y recordarán muchas cosas de las que vivieron en la Tierra, sobre todo las divertidas, sólo las divertidas, sólo las que les hicieron ser felices, aunque sólo fuese un rato. Lo de la horca, por supuesto, y, seguramente, mi abuelo le fabricará otra igual de pesada para que cargue en un carro la hierba que queda después de segar los prados que están ante las casas donde vivirán toda la eternidad. Espero, por supuesto, que me cuiden la mía, para cuando llegue. Uno está seguro, después de lo que ha tenido que aguantar en esta puta vida, de que tiene diez hectáreas esperándole...
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