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La gloria de la uva y la manzana

07/10/2020
 Actualizado a 07/10/2020
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La frontera entre septiembre y octubre no tiene muros ni alambradas, está deshilachada como las mangas de un viejo jersey, agujereada como aquellas sábanas para las que la lavanda no fue remedio contra la polilla. En realidad, si obviamos luna y calendario –desde el que el Corazón de Jesús nos sigue bendiciendo–, y miramos a los días y a sus ocasos a la cara, entrecerrando los ojos para ver adentro, comprobaremos que no existe frontera que separe los finales de septiembre y los principios de octubre, que lo cierto es que fluye entre ellos un tiempo lánguido y exiguo, como la poca agua que ya nadie requiere y que corre invisible y libérrima, en su pequeñez, por los regueros de los que ya no se ocupa nadie.

En estas tardes primerizas del otoño, la plenitud y la podredumbre se acarician, mano con mano transmiten y continúan el ciclo inexorable de lo vivo. Es ahora cuando el sol, el agua y los minerales que han sido necesarios alcanzan la gloria de la uva y la manzana. Tan perfecta es la realidad del fruto que conduce al engaño de creerlo culminación, definitivo, eterno. Sin embargo, el declive comienza al instante siguiente. Con idéntica determinación con la que se logró esa cumbre, la corrupción ahora avanza segura hacia el detritus. En este otoño apenas bosquejado, los verdes que fueron esplendores languidecen en los bordes de las hojas. Pronto no quedará ni rastro de ellos, sólo un destello fulgurante de dorados, antes de ser sólo recuerdos que el viento arrastra por los suelos. Después, nada más que tierra, siempre, al final, la tierra nos acoge. También a los imperios que un día fueron grandes.

En estos días, pasear por un jardín a la hora en la que el sol comienza a bostezar es como sentarse en la grada de un teatro en el que se representa la tragedia de la vida. Un coro de árboles canta y revela la implacable naturaleza del tiempo, que nada tiene que ver con la piedad. El único y último vuelo de sus hojas repite por miles, a quien lo quiera ver, que todo es pasajero, que lo que es terminará y nacerá algo nuevo. También nosotros. Nada de melancolías. Alegrémonos de que nada dure demasiado tiempo. Aprovechemos este que nos ha tocado en suerte, sin alardes, sin remordimientos.

Y la semana que viene, hablaremos de León.
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