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La gala de los horrores

29/01/2020
 Actualizado a 29/01/2020
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No vi ni oí la Gala de los Goya, así que lo que escriba será juicio gratuito e insostenible. Confesar el crimen antes de cometerlo es maniobra exculpatoria de fácil desenmascaramiento, así que me adelanto. Atribuyan todo a mi deterioro, si no mental, digamos neurótico, neuropático o neuropolítico. Porque al final todas las aguas críticas desembocan en la charca de la política.

Empiezo por eso a lo que llaman «estatuilla», que es más bien pesadilla, no sólo por lo pesada, sino por lo horrorosa. Pasan los años y ni se les ocurre aligerarla, darle algo de gracia para que pueda alzarse en una mano como trofeo y no exija las dos para acunarlo como enano petrificado, todo cabeza. Lo siento por Goya, al que veo sufrir hasta en las arrugas de la frente. ¿A quién se le ocurrió semejante bodrio? Relacionar el cine, no ya con la pintura, sino con un pintor, al que se le cercena la testa, es tan forzado como hacerlo con un torero o un pianista.

Tan pobre imaginación es síntoma de la zafia concepción que los propios actores y cineastas tienen de sí mismos y de su arte. No se puede entender de otro modo que acepten esa humillación pública que cada año se supera en horterez y pretenciosidad. Este año no ha sido menos, por más que hayan hecho alarde de baratijas visuales (hablo por lo que he ojeado en las medios y las medias, que nunca enteras). Que todo sea una imitación paleta de los Óscar, que tampoco son modelo de nada, ya indica lo que señala. Y todo para acabar viéndole el culo a Buenafuente y su señora, o viceversa.

Lo de los trajes de pingüino y la exhibición de kilómetros de tela de ellas, las feministas de la alfombra roja, tan parecidas a nuestras tatarabuelas en los salones reales, es de una estética más bien cutre, por más brillos y sonrisas de muñeca cursi que se cuelguen de los labios. Todo tan impostado, vano y vacuo, tan poco femenino, por más poses seductoras que hayan ensayado colocando la barbilla en el hombro desnudo, imitando a las de Hollywood, que resulta un enigma cómo ellos y ellas lo hacen compatible con una furibunda negación de la feminidad heteropatriarcal.

Vienen luego las declaraciones de los unos y las unas, de una agudeza deslumbrante. Esta vez ha destacado un tal Casanova, que fue vestido de arcángel y le pidió al presidente Sánchez «más dinero para hacer nuestras películas», y en eso estuvo muy acertado, porque son suyas y no mías. (Y si son suyas, y tan suyas, ¿por qué hemos de pagarlas nosotros, que ni nos apetece ir a verlas?)

Pero fue la más feminista de las actrices feministas, una tal Dolera, quien dijo lo que había que decir, que se necesita «más cultura antifascista en España». La cultura toda ella subsumida y absorbida por el antifascismo, que es un todo, ya se sabe, que sirve para definir cuanto hacemos, pensamos y sentimos, porque o se es fascista o antifascista, y no se hable más. Así que ¡viva el antifascismo subvencionado!

Pedro Almodóvar, justamente premiado, intentó ser un poco más sutil, pero vino a decir lo mismo y peor:«aunque me da vergüenza pedir dinero al Estado lo cierto es que el cine español lo necesita» porque «incluso el malo, es memoria histórica de España». Si hasta el cine malo es memoria histórica, subvencionémoslo todo, ¿no? También el cine fascista. Lo que no explicó es por qué el cine, y no los escritores, los albañiles, los sacristanes, los recolectores de aceituna o los pescadores, por qué no deberían también ellos recibir dinero del Estado para realizar sus tareas antifascistas. ¿O acaso no están impidiendo con su trabajo abnegado y no subvencionado, la llegada del fascismo?

Pero la perla de Tous fue la referida al Presidente empajaritado: «En los próximos cuatro años va a ser el coautor del guión de nosotros, los ciudadanos españoles, y espero que le vaya muy bien, porque si a él le va muy bien, nos irá bien a todos los demás». Le concedió Almodóvar un cuatrienio de película, coescribiendo con Redondo el guión de nuestras vidas, lo que es, más que atrevido vaticinio, un deseo canallesco, pues que le vaya a él mal es condición necesaria para que a nosotros nos vaya un poco mejor. Lo contrario es un imposible telúrico, cosmológico; pero quién sabe, estamos ya en plena emergencia climática.
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