La escuela rural

M.B.
01/12/2018
 Actualizado a 03/09/2019
Soy una chica de pueblo. Por circunstancias personales y por las vueltas que da la vida en general, ahora vivo y trabajo en una ciudad. Pero mi infancia la pasé en mi pueblo, con poco más de 400 habitantes, donde estudié hasta octavo de EGB. Recientemente, hablando con varias mamás del colegio, me mostraron su pesar al pensar en mi «pobre educación, tan limitada y básica», según ellas, por haber estudiado en un pueblo. No contesté porque pensé tantas cosas... Mis hijos van a un colegio donde estudian 600 niños, más que habitantes tiene mi pueblo. Allí aprenden inglés, francés, pueden realizar decenas de actividades extraescolares y las tardes las ocupan con más deberes que los que nosotros tuvimos en el instituto. Son 24 alumnos en una clase donde apenas caben, por lo que hay límites físicos para realizar según qué actividades. Cuando yo estudiaba compartíamos clase los alumnos de distintos cursos. Aquello nos permitió desarrollar muchas capacidades y habilidades, además de las deseadas competencias. Aprendí a sumar, no se preocupen. A escribir y a multiplicar. Pero, sobre todo, aprendimos a compartir, a colaborar, a respetar, a esperar, a ayudar. Apenas teníamos deberes porque nunca los sentimos como tales. Cada día, después de merendar y recorrer el pueblo con la bicicleta, hacíamos los trabajos en casa de algún compañero, porque la mayoría de las tareas solían ser trabajos en grupo, de investigación y muy creativos. Dimos vida a un cómic, publicamos un periódico, sacamos adelante un programa de radio, teníamos incluso un laboratorio de fotografía. Nuestras familias participaban en multitud de actividades y los vecinos se implicaban en las actividades en grupo y con las que dábamos vida al pueblo. Porque la comunidad educativa era todo el pueblo. La escuela tenía su propio significado en mayúscula. ESCUELA. Por eso me siento orgullosa de ser de pueblo y de haber estudiado en la ESCUELA.
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