La era de Bibís

César Pastor Diez
17/09/2021
 Actualizado a 17/09/2021
Cuando vivía en el barrio leonés de Puertaobispo, detrás de la Catedral, uno de mis amigos se llamaba José Luis, pero en su casa y todos los chiquillos le llamábamos Bibís. Pertenecía a una familia de campesinos que poseía varias pequeñas fincas, una de ellas situada al final de la calle San Pedro, una zona hoy totalmente edificada pero que en aquel tiempo se hallaba en el extrarradio de la ciudad entre altas hierbas amarillas, helechos, brezos y lentiscos. A la derecha un caminito llevaba a la Candamia que limitaba con el río Torío. A la izquierda se hallaba una zona árida y pedregosa, y enfrente había una explanada terrosa que era como la antesala del bosque de hayas, chopos y álamos blancos tan abundantes en mi tierra. La finca de mi amigo era de secano, como todas las adyacentes, aunque teniendo en cuenta la frecuencia de lluvias, se obtenían allí excelentes cosechas, sobre todo de cereal. Algunos propietarios de la zona habían excavado pequeños pozos que les permitían cultivar la tierra como regadío obteniendo buenos productos hortícolas como tomates, pimientos, lechugas, zanahorias, berenjenas, etc. Estábamos en tiempos de la guerra civil española, aunque la ciudad de León, todavía pequeña y que aún vivía un 80% de la agricultura, parecía afortunadamente ignorada por ambos bandos beligerantes, por lo que no sufrió los destrozos que sufrieron otras ciudades a causa de los bombardeos aéreos. En definitiva, León era una ciudad tranquila donde se vivía relativamente bien, aunque muchos de sus hijos ya habían sido reclutados para enviarlos al frente a luchar contra otros hermanos españoles. Las guerras civiles, ¡maldito quien las inventó!, son luchas fratricidas que solo interesan a quienes las promueven y fomentan.

Cada verano, cuando llegaba el tiempo de la siega, toda la familia de Bibís se congregaba en la finca para colaborar en la siega del trigo, que era abatido con las hoces a ocho o diez centímetros del suelo y formando gavillas que después eran llevadas a la era para preparar el redondel de la trilla.

Para que los chiquillos pudiéramos colaborar en aquellas tareas nos colocaban sobre una tabla de trilla con dos pacas de paja para sentarnos. La tabla de trilla por arriba era lisa, pero por debajo estaba plagada de lascas de piedra cortante para separar la paja del grano. Todo ello era pisoteado circularmente por una pareja de bueyes uncidos al yugo y con los ojos tapados para que no se mareasen con la marcha circular. Un adulto se situaba en el centro de la parva para guiar con un ramal, la marcha de los bueyes.

Antes de iniciar la trilla nos daban una pala metálica y nos explicaban su utilidad: «Los bueyes defecan mucho –nos decían–, y además sus excrementos son muy líquidos. Cuando veáis que un buey levanta el rabo es que va a defecar. En ese instante tenéis que colocar en seguida la pala justamente debajo del culo del buey para que el excremento caiga en la pala y no en la parva». Entendimos perfectamente lo que nos decían. Pero ¡ay, Dios mío! A la hora de la verdad, en cuanto veíamos que un buey levantaba el rabo cogíamos la pala para situarla en el lugar preciso, pero aquella situación nos provocaba unas carcajadas incontenibles, perdíamos la fuerza para sostener la pala bajo el culo del buey, se nos caía la pala y el excremento del buey iba a parar sobre la parva. Entonces recibíamos una reprimenda del padre de Bibís. Y teníamos que recoger las espigas manchadas, llevarlas a lavar bajo un grifo, sacudirlas y ponerlas a secar al sol antes de reintegrarlas al redondel de la trilla.

A media tarde nos daban la merienda, consistente en una buena rebanada de pan moreno untada con miel. Estaba riquísima.

En fin, aquel trabajo nos proporcionaba más diversión que cualquier juego infantil como el escondite, policías y ladrones, manro-chazo, las canicas, las tabas, etc. El manro-chazo consistía en que se echaba a suerte para ver quién tenía que estar agachado mientras los demás saltaban sobre él y al saltar tenían que atizarle una fuete zurra en el culo. Y como quiera que teníamos que relevarnos en el puesto del que se agachaba, todos acabábamos con el culo como un tomate maduro.

Ya dije antes que eran tiempos de guerra, que es lo mismo que decir tiempos de escasez. Los chicos de entonces no podíamos acceder a la compra de una bicicleta o de un patín. Teníamos que conformarnos con un aro y un alambre para guiarlo y caminar o correr por las calles. O elaborar un tirachinas o una honda e ir a la Candamia para jugar a hacer puntería contra los troncos de loa árboles.

Entre la pandilla de amiguitos, además del que suscribe, estaban el Nisio, el Andrés, el Paco, el Benigno y algunos más cuyos rostros recuerdo aunque olvidé sus nombres. Pero sí recuerdo que como no poseíamos ni una perra gorda teníamos que estrujarnos el cacumen para inventar algo con que divertirnos. Queridos amiguitos de aquella época, que éramos más o menos de la misma edad; si aún estáis en este mundo seréis tan viejos como yo, y si ya estáis en mejor vida, allí nos reuniremos de nuevo en algún instante de la eternidad.
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