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Instituciones

27/11/2018
 Actualizado a 17/09/2019
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Parece que sorprendió que ‘The New York Times’ publicara un artículo sobre la necesidad de que la monarquía española decidiera su futuro a través de un referéndum. Pero más sorprendente era que su autor fuera el exdirector de El Mundo, David Jiménez. Fuego amigo, dirían algunos, pero es que la cantinela con la que se sostienen algunas premisas políticas en España hace tiempo que empiezan a sonar algo arcaico, como el propio Jiménez caracteriza a la monarquía, y no diré que a antidemocrático, concepto que también se menciona en el susodicho artículo, porque en realidad sabemos que este tipo de términos llevamos décadas utilizándolos con enorme subjetividad.

Recuerda el autor que los partidos que apoyan esta institución sumaron el 70 por ciento de los votos en las últimas elecciones de 2016, pero olvida analizar y reconocer que no es verdad que los votantes hayan depositado su voto con la única intención de mantener la institución, y que en una democracia sin mandato imperativo para los representantes populares, la política, los programas y las elecciones se han convertido en una enrevesada presentación de prioridades y urgencias entre las que el electorado debe elegir, subordinando sus propias aspiraciones y principios políticos, y que además pueden verse alegremente alteradas en el curso de las legislaturas de acuerdo a la actualidad que dictan los titulares y la propaganda.

Ha sido habitual en las últimas décadas que los partidos políticos establecieran límites al debate político decidiendo a priori qué temas tocaban y qué temas no tocaban. El castigo para el que no aceptara esta limitación a una especie de menú del día frente a lo que debería ser una exquisita y variada carta de pensamientos, opciones y libertades democráticas, es bien sabido: la expulsión del sistema de partidos.

Las opiniones de los rebeldes eran caricaturizadas, cuando no demonizadas, sosteniendo por ejemplo que sin las instituciones no hay nada. Pero ahí es donde la mentira peor funciona. Porque cuando unas instituciones caen, otras sencillamente se levantan.
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