17/02/2021
 Actualizado a 17/02/2021
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Entiendo que este título, infierno, está muy presente en series o películas producidas para las televisiones, para amodorrar a la gente, que en nada tienen que ver con el cine de verdad, de buenos directores, actores de prestigio y amplias salas. En cuanto al infierno real, tengo pocas dudas.

Tiempo atrás –cuando la República– la señora Catalina se casó con don Arturo, lo hizo sin ilusión porque, poco o nada, había intervenido su parecer en aquel contubernio. De todas formas, ateniéndose al guión, se convirtió en un ama de casa perfecta. Relegada a la casa y los hijos. Todas las preocupaciones propias del hogar que, al acabar la jornada, la dejaban exhausta. Ni siquiera era capaz de conciliar el sueño. Sólo de pensar en la monotonía y el cansancio que le esperaba al día siguiente.

Lo más penoso quizá fuera atender a su esposo que, si algo decía, era en forma de orden. De su vida, experiencias, ambiciones y sentimientos, ni palabra. Aunque de estos últimos debía andar escaso.

Y los pocos que tenía se los dedicaba a otra mujer, de vida más mundana, con la que compartía regalos, diversión y fines de semana. En casa, el marido se aburría y, la cara de sufrimiento de Catalina, le producía hastío y cierto sentimiento de culpa.

Llegó el día –tenía que llegar– en que Arturo se presentó en casa y, sin mediar palabra, de sopetón, le dijo a Catalina, sin más, que la abandonaba «porque no le hacía feliz». Tras una pausa, que pareció eterna, ella con todo el odio que tenía acumulado durante años, le dijo: «Ojalá ardas en el infierno para siempre». Fue tal la vehemencia de aquella mujer, que durante mucho tiempo, a Arturo, le parecía sentir en la piel el calor del fuego eterno y, a medida que envejecía, con más fragor.

Pasó el tiempo y Catalina se enfrentaba a la muerte. ¡Qué serena! ¡Qué entereza! –decían las plañideras–. Pero su muerte no fue tal, salvo en apariencia. En realidad tenía prisa para comprobar si su maldición se había cumplido. «Esta misma tarde –se dijo– veré a Arturo envuelto entre las llamas». Y, con esta ilusión, partió para el otro mundo. No sabemos más, ni queremos saberlo.

Por eso creo en el infierno, en sus distintas modalidades. La enfermedad que nos azota, en otros tiempos, se consideraría como un castigo divino, la antesala del infierno. Para ello, realmente sobran los motivos.

Para Jean-Paul Sartre, el infierno eran «los otros», los demás, la gente, los niños molestos y sus papás blandengues. Y tú y yo, también. En cuanto al perfecto infierno, el más auténtico, sería del Dante. Un modelo de eficiencia en cuanto a la distribución de los condenados y sus penas específicas.

Más encanto el narrado por Bulgákov –que sufrió en la Rusia estalinista– en ‘El maestro y Margarita’. Sus diablos prefieren parar en la Tierra y bajan, ¿o suben? El profesor Vóland es el jefe. Asaselo y un gato cabrón llamado Popota, sus ayudantes y, entre todos, crean un desconcierto en la población similar al que actualmente se vive en España, con nuestro particulares demonios políticos, económicos y sociales.

Son realmente dañinos, nos amargan la existencia, juegan con nuestras vidas... y con los muertos, por millares. Anidan en los hemiciclos, ministerios y despachos oficiales. Por si acaso, que Dios nos coja confesados, Amén.
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