03/08/2019
 Actualizado a 19/09/2019
Guardar
Los ciudadanos del siglo XXI, algo inseguros y desorientados, parece que necesitamos dejar siempre bien delimitado nuestro terreno; esa especie de arsenal privado que conforma nuestro decorado exclusivo. Esta es mi casa, ese mi coche y aquel mi maletín. Mi café, mi gimnasio, mis zapatillas, mi buzón, mi despacho. Mi, mi, mi. Y que nadie tome prestado, ni siquiera por un momento, ese intocable microcosmos que llamamos ‘zona de confort’. Es decir, mi hábitat cotidiano, el pequeño cúmulo de cosas que he ido eligiendo en un absoluto derroche de energía y tiempo y que ahora tienen la suerte o la desgracia de haberse convertido en mi ridículo pasaporte. Si me sacan de aquí no sobreviviría, sería como un pez fuera del agua.

Hace un siglo la personalidad venía definida por los actos o el carácter. Por sus obras los conoceréis. Ahora lo que afirma nuestra condición de únicos son cosas como nuestro perfil de Facebook, la elección que hacemos de cada yogur, chocolatina, zapatilla, gel de baño o restaurante. Nada fácil, por cierto. Para comprobarlo basta con plantarse ante la estantería de cualquier sección del supermercado.

Nosotros, esos urbanitas sofisticados que buscamos desconexión en una maravillosa escapada rural de diseño, pero le rogamos al casero que mantenga bien alejadas a las gallinas. Un cacareo puede ser más estresante que un atasco.

Podemos ser de derechas, liberales, de izquierdas, antisistema, heteros, homosexuales, pansexuales… ¿Recuerdan a Meg Ryan en ‘Tienes un email’? «Ahora, por un euro veinte, cualquier persona puede adquirir en Starbucks un sorbo de personalidad a precio de saldo». Cappuccino, solo, latte macchiato. ¿Azúcar o sacarina? ¿Criterio o manías absurdas que nos convierten en seres poco adaptables? ¿Identidad o postureo?

¿Nos pertenecen o les pertenecemos? ¿Nos complacen o somos sus siervos? ¿Alguien podría demostrar hoy quién es en el mundo sin su Smartphone?
Lo más leído