15/01/2017
 Actualizado a 17/09/2019
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La semana pasada recorrí la distancia que separa el barrio de Podgorze en Cracovia y la localidad de Oświęcim, al sur de Polonia. Durante noventa minutos, sentado en un confortable autobús, retrocedí en el tiempo hasta situar mi mente allá por 1940. Mientras observaba a través de la ventana una bella monotonía rural, similar a la que ofrece nuestra Tierra de Campos, sentí que mis ojos eran los de otros que, sin saberlo, hicieron el mismo recorrido, el último de sus vidas. Birkenau, final del trayecto. Dejé mi asiento embelesado y pisé aquel suelo nevado mezclando todavía las clases de Historia con películas de Hollywood y fragmentos de libros que casi no recordaba. Vuelvo hoy a ese paisaje brutal que presiento me acompañará para siempre. Las vías del tren, la siniestra estación, un vagón de ganado, el andén de la vergüenza, torretas de madera, infinitas alambradas y la nada más absoluta, la misma que sintió hace casi ochenta años la protagonista de esta columna. Una vez traspasada la barrera que lleva a ese infierno en la tierra, debajo de unas letras forjadas en hierro, intuí que fue la muerte y no el trabajo lo que les hizo verdaderamente libres. Accedimos a una parte de los barracones empujados por un frío polar que hacía las veces de guía. En uno de esos edificios, intactos la mayoría ochenta años después de ser liberados, un pasillo repleto de fotos mostraba las caras de cientos de prisioneros. A un lado las mujeres, al otro los hombres, todos asustados. Impresionado por sus miradas, saqué mi cámara y busqué un rostro. Tenía que ser mujer y nacida en 1916, del mismo año que mi abuela Trini, recién recuperada por cierto de ese virus invernal que azota nuestra provincia. Encontré a varias de su quinta, pedí permiso y fotografié las fichas. Días después abrí el carrete, hice descartes y me quedé con una, la de Helena Bargiel. Busqué en Internet y descubrí que era natural de Frömern, un pueblo alemán enclavado en el valle del Ruhr, también que era católica y residente en Neu-Sandez a cuyo gueto, supongo, fue deportada por cualquier motivo. Quería saber tantas cosas de Helena que no me fijé en lo más importante de la instantánea, la chica era la única que sonría en aquel siniestro catálogo. Tuvo que ser la escritora de viajes Helen Moat quien me abriera los ojos al leer uno de sus artículos, fechado en febrero de 2015 y titulado ‘Haunted by a smile at Auschwitz’, que bien pudiera ser una continuación de este homenaje a una mujer anónima.
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