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Hambre de comer

19/09/2021
 Actualizado a 19/09/2021
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Está lo de ser ciego en Granada y está también lo de tener un estómago delicado en León. De pequeño supe que algo no iba bien: el único rapaz de toda la provincia al que no le gustaba el chorizo. Y no sólo eso: tampoco otro pilar básico de la alimentación infantil como las croquetas. Un ‘comistrajas’, según la definición de mamá. Luego tocó irse de casa, pasar muchísima hambre en testosterónicos pisos de estudiantes y empezar a apreciar alimentos que hasta entonces no tocaba ni con un puntero láser.

Pero el reloj corre y los achaques aprietan. Me mandaron hacer una gastroscopia cuando aún era joven y elástico. Una cosa maravillosa. Cuando terminó, vi que la almohada estaba empapada de las lágrimas por el sufrimiento. «No fue tan largo, ¿no? ¿Cuánto dirías que duró?», me preguntó la facultativa encargada de la movida. No sé, dije, cuatro minutos, antes de ver que en el cronómetro del aparato marcaba 25 segundos o algo por ahí. Llegarían otras pruebas, colonoscopias y demás, hasta el descubrimiento final de que sí, que ahí había algo que estaba royendo por dentro. Que eso, que está rico, es veneno para tu organismo.

Atravesar la vida consiste en ir poniendo y quitando alimentos. Primero los purés a los bebés, que si un día introducir el pollo y al otro lo verde de la acelga. Más tarde, el fascinante mundo de las guarrerías gastronómicas de primaria, para de ahí pasar a dejarse los dineros en restaurantes supuestamente sofisticados. Entonces un día descubres que no puedes tomar más café. A continuación aparecen los médicos para retirarte esto y aquello. Y ya te mueres comiendo tres cosas.

Nos ponemos como odres y nos desinflamos hasta quedarnos caquéxicos. Metemos comida en nuestros cuerpos que provoca que no podamos asimilar otra comida. Hacemos lo único que se supone que deben hacer todos y cada uno de los animales, comer, y lo hacemos mal. Y con lo más crucial y básico, que todo el mundo tenga algo para llevarse a la boca, ahí ya la pifiamos absolutamente.

Pero ahí seguimos, haciendo «lo único que se supone que debemos hacer». Matando y matándonos, de todas las formas posibles. Viendo cómo desfilan delante de nuestros ojos cosas suculentas que no podemos apreciar. Echando de menos sabores de la misma forma en que se echa de menos a personas. Intentando revivir en nuestra lamentable memoria olfato-gustativa aquellas delicias que una vez se probaron. El hambre: el comienzo de todo.
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