17/09/2016
 Actualizado a 07/09/2019
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Si no se puede tirar, ya se caerá. Bajo este lema se ha verificado la reposición de numerosos edificios en el casco histórico, una pauta no escrita sabida por todos, una omertá de andar por casa. Se niega un derribo por el interés del inmueble, y acto seguido, unas tejas por aquí, un boquete por allá, el edificio comienza a desmoronarse, de forma que una ruina acelerada y sobrevenida salva todos los controles en pro de la seguridad ciudadana. Especulaciones que retuercen normas y leyes en provecho de algunos promotores y constructores; así parece haberse comportado nuestro ayuntamiento con la plaza del Grano.

Ciertos colectivos y organizaciones no sospechosos de interés económico alguno han mostrado a menudo su oposición o, cuando menos, su inquietud por unas obras que, a todas luces (y esto no es discutible), no son necesarias para la correcta conservación del lugar. Incluso se han ofrecido a realizar un mantenimiento tradicional acorde con sus características constructivas y significado cultural. La plaza más auténtica y castiza de la ciudad no peligra ni requiere modificaciones, sino simples respeto y sostenimiento. El primero se le concede a cuentagotas, después de que, sólo este último mes, se decidiera eliminar el trasiego de vehículos que comprometía el pavimento. El segundo, no. ¿Se buscaron el abandono y la degradación suficientes para justificar la intervención? Nadie duda de las bondades del proyecto, sí de su necesidad. Aunque cabría preguntarse por qué ese afán de recluir el suelo de cantillo y convertirlo en un espacio destinado a ser contemplado, una fosilización que puede acabar con sus encantos, fruto de una viveza y frescura en proceso de coagulación. Y por qué hormigón, ese intruso. En resumen, por qué esa obra donde no es precisa, habiendo tantos lugares en la ciudad (cada día más) que sí la requieren. Decididos a hacer un nuevo ‘lifting’ a la ciudad, nos libraremos de este Grano a la manera de siempre: monotonía, negocio, vulgaridad.
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