25/11/2020
 Actualizado a 25/11/2020
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Habíamos volado a Ginebra para visitar la tumba de Borges. Rendido el homenaje ante la roca lápida en la que permanecen grabados siete guerreros norumbros, la ciudad se nos hacía pesada como un domingo por la tarde. Asesorados por un perfecto conocedor de entresijos y noches, cogimos el tranvía 12 en la Place Neuve –donde en tiempos estuvo instalada la guillotina–, que nos trasladó al festivo corazón de Carouge. Carouge hoy es un barrio de la ciudad, pero allá por 1536, cuando los ginebrinos llamaron a Calvino como predicador, quedaba fuera de sus muros.

Calvino, el más furibundo de los reformadores, el más extremo de los ideólogos, el más demoniaco de los dictadores, el más totalitario, quiso hacer de aquella ciudad el reino de Dios en la tierra. Al perseguir el más elevado de todos los fines, salvar las almas de sus feligreses, sabía que estaban justificados todos los medios. Conocedor de la debilidad humana, puso todo su celo en erradicar el vicio, eliminando la tentación. Para lograrlo sabía que era preciso el poder punitivo, pues los hombres tienden a descarriarse si no sienten la amenaza del castigo. Prohibió todo aquello que hace la vida más amable: la risa, el vino, el placer, el ingenio. Instauró un régimen de tristeza y de miedo.

No alcanzó a Carouge el celo implacable del teólogo furibundo y allí proliferaron tabernas y otras casas de pecado, convirtiéndose en refugio y delicia de vividores expulsados del cielo. Las repetidas noticias publicadas los últimos días sobre fiestas clandestinas en los extrarradios me han hecho pensar en Carouge.

Las normas que impuso Calvino nos parecen draconianas, extravagantes, inadmisibles, propias de un loco fanático y de una sociedad hipnotizada. Sin embargo, tienen cierta similitud con algunas impuestas ahora: sonrisas ocultas tras las mascarillas, abrazos prohibidos, cerrados los bares, los teatros reducidos. Cierto que ahora están justificadas, pues se toman por un fin elevado: salvar los cuerpos vivos. No como antes, que sólo se trataba de salvar las almas del fuego eterno.

Pero antes y ahora, por cuerpo o por alma: la libertad derrotada. «Tolerancia frente a intolerancia, libertad frente a tutela, humanismo frente a fanatismo, conciencia frente a violencia» propone Sweig en su ensayo ‘Castellio contra Calvino’, como eficaz vacuna contra los virus totalitarios.

Y la semana que viene, hablaremos de León.
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