29/08/2021
 Actualizado a 29/08/2021
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El otro día un vi un estado que era toda una tiradita y que decía algo así como ‘Es un mito que la estupidez se quite viajando, el que era tonto vuelve tonto’. Y es muy probable que haya razón ahí pero, si la estupidez no, el chovinismo gastronómico sí que se quita viajando. Aunque no por el extranjero, como podría pensarse, sino por nuestro propio país. Costas norte, sur y este de esta península (que el interior es para el otoño) demuestran letanía de la peor cuando se ponen. Porque así como hay una variedad y una riqueza excepcionales, también hay ejemplos de lo más asqueroso y lo más rastrero en los fogones.

El rosario de despropósitos que me he manducado este verano para castigo de mi gastrochovi es de misa de doce (también conocida como ‘la larga’). Unos chipirones rebozados de arena, varias cacetas de arroz negro flotando en alquitrán, la sopa de pescado con cabezas de gambas hundidas en el fondo como pecios desvalijados, aquel asado de carne como astilla de negrillo seco, no sin mi desayuno de café soluble y croissant con gusto a palma en el paladar el resto de la mañana, la copa de vino escogido que cuesta que te pongan para luego resultar amontillado, cinco o seis langostinos con raquitismo en brocheta, buñuelos rebozados de pedrisco, plato de gambas del fondo del acuario o ensalada de iceberg con aceite aguado (¿quién dijo que era indisoluble?).

Nosotros, a los que se nos llena mucho la boca con nuestras maravillas culinarias, de vez en cuando hemos de darnos un baño de realidad (no televisiva) y enfrentarnos a aquellos horrores tan fatales que ni en una barbacoa se come así de mal. Y lo que iba ser un alegato chovinista contra la tradición importada de las barbacoas se convierte casi en una reivindicación à la Mister Dann. Aunque tampoco aceptaría la que hace un colega mío todos los domingos en su parcela, de la cual publica unas imágenes tenebrosas (que yo siempre le aplaudo, claro). Antes que alimentarme de sus truñascos de cerdo blanco con cantidad sobrante de grasa mala, sus pimientacos enteros que no se harán en la vida y las cuatro patatucias raquíticas me como un plato combinado del Boulevard de la Condesa.

Menos mal que he descubierto la leche merengada (ese cachito de cielo) y cuando la tomo se me quitan todos los males.
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