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Frío para bailar

03/11/2018
 Actualizado a 17/09/2019
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Este verano creí que era cubana. Fue sólo un segundo, mientras bailaba en el Stampen, un local de Estocolmo donde casi cada noche hay conciertos de jazz y de blues.

No había comprendido eso del espíritu latino hasta que vi a los suecos bailar. Eran maniquíes de las últimas rebajas que acababan de descubrir el movimiento. La desconexión de brazos y piernas era total, pero bailaban con tanto entusiasmo que me dieron ganas de aplaudir y rendirme ante sus pies escandinavos.

Soy leonesa y latina, pensé. Y mira que es raro darse cuenta de eso para una chica del norte. Claro que si el Stampen estuviera en Bogotá o en La Habana, los colombianos o los cubanos nos hubieran mirado a nosotros y, meneando la cabeza, habrían dicho: ¿pero qué demonios les pasa a estos españolitos, es que les falta algún músculo?

Me acordaba estos días de aquella especie de baile caribeño nuestro porque estoy leyendo La Habana en un espejo, de la escritora y periodista Alma Guillermoprieto, que este año ha recibido el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades.

En el libro, escrito con una gracia indudable, cuenta sus experiencias cuando, con apenas veinte años, se fue a la Escuela Nacional de Arte de Cuba como profesora de danza. En las clases en las que enseñaba no había espejos, porque una de las responsables del centro consideraba que eso era vanidad y ahora el país era «revolucionario», sentenciaba, usando una de esas palabras-martillo que, como dice Guillermoprieto, son aplastantes y no tienen matices.

Bailamos poco, creo. Por eso debe de ser que nos apuntamos a cualquier fiesta, aunque coincida con el día de los difuntos. Ya se sabe: el vivo, al baile... de Halloween. Menos en el pueblo de Villalfeide, donde han rescatado la tradición de la noche de ánimas, que acojona más, pues hay ronda de aparecidos -la güeste-, y filandón terrorífico.

No me parece mal la combinación lúgubre-festiva, porque las tristezas ya vienen solas. Y cuanto más frío se tiene el corazón, más hay que bailar para soportarlo. Lo saben hasta los suecos.
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