26/03/2021
 Actualizado a 26/03/2021
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Venía buscando el pan y la sal, pero no tuvo tiempo. Se llamaba Nabody y tenía dos años, pero ya no los tiene. Se le cayeron al mar al romperse el hilo de vida con que llegó hasta aquí para estrenar con nosotros el ‘derecho a morir dignamente’. Fue un error, no se llamaba Nabody y ahora no consigo escribir de un bebé sin nombre ni vida. Así empezaba mi columna, abortada por ser incapaz de expresar la dimensión de los hechos. Empiezo de nuevo pero la niña sin nombre de aquí no se mueve.

Hoy que tanto se habla de dignidad y de muerte, y con la sensación de que el mundo hace aguas, me alivia escapar tierra adentro, dirección a la infancia, recorriendo las páginas de The End, tras los pasos de Cecilia Orueta en su particular marcha negra, cámara en ristre, capturando testimonios de la batalla perdida por los mineros, ésos que de dignidad y muerte saben bastante. La desoladora crónica del ocaso de las comarcas mineras reducidas a negocios cerrados, letreros muertos y esqueletos de edificios mineros con restos de cristales, a modo de cuchillos, separando la nada de la nada. Fogonazos que traen mil pasados a dormir a este libro con el que la memoria de los hijos de la mina, traspasando las imágenes, regresa a aquellos domingos de tendales de ropa oscura en los que el arroz con pollo daba tregua al cocido. Estampas que traen el frío de la nieve y de una corona, de cuando una muerte paralizaba un valle y aún se enterraba a los pájaros, ahora que miles de ellas apenas nos rozan. La derrota de las herramientas apiladas en la mina Salgueiro el día de su cierre, como armas abandonadas tras la batalla. El vacío de los interiores, donde la mirada no encuentra dónde sentarse porque todo parece flotar entre sombras acechando, sorprendidas de que el flash las despierte, mimetizadas ya con el olvido. Queda la sensación de que cada fotografía capturó el fugaz instante en que iban muriendo las cosas ya muertas antes de desvanecerse, esta vez para siempre, en un The End definitivo.

Si como dice Eloy Tizón ‘Mirar también es una forma de rezar. Fijar la vista en algo digno de ser amado, por un instante, y luego desaparecer’ hoy, sin saberlo, he rezado. Y cierras el libro como quien cierra la casa del padre al que crees oír al fondo: Al salir, apaga las sombras. Y las apagas todas menos una: el puñado de rosas abandonadas en la mina Salgueiro que, sin el permiso de Cecilia, me apropio en este día del padre en que escribo, para un minero de ojos azul inmenso. Y para la niña sin nombre ni vida.
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