08/01/2022
 Actualizado a 08/01/2022
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Siempre tuve un vínculo especial con la fiebre. No solo de niño, sino de adulto, cuando su abrazo suele ser impredecible. De niño, entre tazones de leche hervida y veladas donde se mezclaban la pereza y la ensoñación (a menudo pienso que ‘Lucha de gigantes’, aquella canción hipnótica de Antonio Vega, fue escrita bajo un estado febril), sintiendo cómo mi madre o la doctora (entonces los médicos venían a casa, cómo empeoramos…) ponían su mano helada sobre mi frente. Ya de mayor, la fiebre vino a mí como una criatura ahíta de luto y de dolor, dispuesta a desfigurarme. Una vez, en un poemario, escribí: «La fiebre/remilgos de cortesana/su aliento en mi alma/su disidencia en mi alma/como el rastro angustioso /de un puño /en la nieve». A lo mejor no hay poesía en la fiebre, pero sí una alianza casual. Como cuando te asalta, al entrar en un vagón, una simpatía inquietante por un desconocido. Llevamos dos años con una fiebre ávida y oscura, que no desfallece. Nos aguarda al anochecer, cuando regresamos fatigados; cuando nos recluimos en casa, pese al silencio; y también en esas estaciones que deberían repudiarla con su luz. Ella siempre permanece, siempre está ahí. Tal vez nos quiera expresar algo: que somos mortales, por supuesto, o que nuestra experiencia, por fugaz y precaria, ha de ser necesariamente agridulce. Al fin y al cabo, el mercurio que la tasa absorbe con facilidad el oro y se difunde con una densidad maligna. Ha llegado el año nuevo y puede que la fiebre se tome un respiro; los expertos lo ignoran. Se desplegará, tal vez, bajo su forma más espuria: los tuits, las redes, el eco de los mensajes políticos. Está esa otra fiebre, espero, que solo nos adormece, que no pretende fulminarnos, que nos lleva de la mano hacia la infancia. La madre aplicándote un paño húmedo, leyéndote un cuento, dejando la persiana a medias. El invierno se resiste a desaparecer, pero ya sabes, se conmueve después de Reyes. Nos seguirá acechando la fiebre, los días aún son cortos, más hay esperanza. Una mañana dejarás de ver su sombra en la pared y el aire purificará tu alcoba. Y habrá un momento de dicha cuando, por primera vez, notes que te ha dejado y que alguien querido abre tu puerta. Eso es lo que nos enseña a hurtadillas la fiebre: lo que te concierne, lo que verdaderamente importa, está a los pies de tu cama.
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