Félix Canuria Fernández

Por Julio Cayón

Julio Cayón
15/12/2020
 Actualizado a 15/12/2020
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El anuncio mortuorio, la terrible esquela –que todas lo son en su pronunciamiento contra la vida- aclaró cuál era su verdadero nombre en el juzgado y en la pila bautismal: Ángel. Sin embargo -para todos, sin excepción- se había muerto Félix, que lo de Ángel, a lo que se ve y a las pruebas hay que remitirse, nunca había ido más allá del carné identificativo y algún otro documento de diversa oficialidad. Y hasta ahí.

¿Y por qué Félix? Pues porque en los años treinta y siguientes del fenecido siglo –también con anterioridad, naturalmente- los padrinos ejercían su rango de velador y vigía sobre la criatura cristianizada y su compromiso, además, de auxilio permanente si necesario fuera. Y el nombre de Félix -que Félix se llamaba su protector de bautizo y óleos santos- fue desplazando al de Ángel en la habitualidad oral de la familia y los vecinos. Y así quedó para los restos. Siempre sería Félix. Y siempre lo fue. Hasta el último domingo, 13 de diciembre y fiesta de Santa Lucía, en que se abandonó a las sensaciones espaciales del más allá. Se iba Félix, volatizado, y aparecía un ángel en el jardín cósmico.

Si la imaginación pudiera llevare hasta sus últimas consecuencias, bien podría decirse que Félix fue ‘el último mohicano’ de la plaza de San Martín, del popular Barrio Húmedo, donde, desde niño, veló sus primeras armas laborales junto a las leznas, los cueros, los cabos, el tinte, las hormas… en toda aquella selva de artilugios y materiales varios de la “muy acreditada” zapatería de los Canuria, abierta en un reducido y amoroso local muy a gusto de la época, en el esquinazo de la propia plaza –llamadade igual forma ‘de las Tiendas’-, que abre paso y hace puente hacia la calle Matasiete. Allí, el cabal y vigoroso Félix comenzó a fundir con la vida su recia juventud. Era el principio.

Félix, al igual que su entrañable hermano Joaquín, heredó el oficio de su padre, el inolvidable y acaso irrepetible señor Lorenzo, a quien se le conocía en los ambientes más clásicos y típicos de la ciudad por el sobrenombre de ‘el Maestro’, que para eso era maestro zapatero –y no precisamente intitulado-, pese a que armara y conformara con sus hondas manos composturas y cosidos para sacar el negocio arriba y alimentar a la prole, que larga era.

El oficio, la zapatería en suma, se transformó poco a poco en la segunda piel de Félix, en una forma de vida incuestionable. En su futuro. Amaba su trabajo. Lo veneraba. Y, dejando a un lado la falsa y, a veces, pueril modestia, se sabía un consumado y perfeccionista artesano de la piel. Para él la profesión no tenía secretos. No cabían las hipótesis cuando se enfrascaba en el trabajo de ahormar las piezas del calzado. O del encargo que llegara al taller. Todo era bienvenido. Lo llevaba inoculado en la sangre desde que le nacieran.

Pero Félix, al igual que toda la familia Canuria, convivía con otra pasión –y en su caso por genes y heredades- que era la Semana Santa. La antigua Semana Santa con la que había crecido. Especialmente, las cofradías hermanas de Angustias y de Jesús a las que sirvió como papón de a pie y hombro dolorido al concluir el Viernes Santo. Jamás quiso ser otra cosa que un ‘hermanito’ más y un bracero más. Por la mañana y sobre el pecho borboteado, con la inmortal y nazarena corona morada de ocho huevos y el vivificador JHS en su ánima; y por la tarde, con el herido y orlado corazón amarillo de la angustia y la soledad de la Virgen atribulada. Era lo suyo.

Se murió el domingo. Y murió como vivió. Sin ruidos y sin más quebrantos sobrevenidos que el dolor sereno de su esposa y de su hijo al verle que se iba. Con ellos y junto a ellos se vistió de papón por última vez. Fue todo su equipaje. En libertad. Cosidos junto al corazón y acariciando la negra sarga de la túnica, sus dos emblemas del alma. El de Angustias y el de Jesús en perfecta comunión. Fue su mortaja. Y su prueba de amor, definitiva e incuestionable, honrando al apellido.
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