24/01/2019
 Actualizado a 17/09/2019
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Tengo un amigo que me bombardea con infinidad de enlaces casi todas las semanas. Todos, por supuesto, son de Público, porque él es muy de esa idea y condición y, ¡qué demonios!, hace bien en pensar y sentir cómo quiera. Los dos últimos que me ha enviado, son dos artículos contra la comida de diseño y los cocineros estrella; quiero decir, con estrella. En una palabra: los pone pingando. Uno, quelo más qué ha logrado en la vida es llegar a ser pinche, admira muy mucho a aquellos que se atreven a cocinar como les da la gana y logran hacer que unas simples lentejas con chorizo sean dignas de una exposición universal. Reconozco, no obstante, que la cocina y los cocineros han llegado a ser pesados, como un gramo en el culo. ¿Es culpa de ellos?; creo que no. La culpa, (y no se trata de matar al mensajero), es de los periódicos, de las revistas y de la televisión, que ocupan muchas páginas y muchas horas de emisión con recetas y más recetas de los platos más inverosímiles. Luego, al hacerlas nosotros en casa, nos damos cuenta de que la mayoría de ellas son demasiado complicadas para que nos salga algo decente y no tenemos más remedio que ir a los restaurantes de esos cocineros a engullirlas. Y ahí se jodió todo. Un menú degustación de uno de esos lugares, no sale por menos de cien pavos por barba, exceptuado en el restaurante de Yolanda y de Juanjo, dónde es bastante más barato. ¿Vale la pena pagar cien, ciento cincuenta o doscientos euros por comer? No lo sé. Pero hay mucha gente que los paga encantado de la vida. Sí a partir de ese precio empezamos a hacernos pajas mentales sobre la crisis, lo bajos que están los salarios y las pensiones, a pensar qué sólo una élite puede permitírselo, etc, etc, entraríamos en un tratado, (muy de andar por casa, lo reconozco), de ciencia política y no debe de ser el caso. Uno de mis escritores preferidos, don Álvaro Cunqueiro, cuando mejor escribe, (¡y mira que era bueno escribiendo!), es cuando lo hace contando a sus lectores sus escapadas culinarias por Galicia. Muchas veces se me ha hecho la boca agua al leerlo, y no lo digo en broma. Recuerdo un artículo suyo hablando de un triste y miserable lacón con grelos, acompañado de una buena guarnición de vino de Ribeiro, que me dejó las papilas gustativas para el arrastre. Lo juro. ¿Cuánto le costó al de Mondoñedo semejante atracón? Me imagino que cuatro reales. Lo mismo me ocurre con Plá, cuándo escribe sobre una pitanza de salmonetes asados y vino del país en una tasca de mala muerte de un pueblo del Ampurdán. La cocina es un arte, y no sólo culinario, también de los que luego saben contar la juerga con pelos y señales. Basta recordar al ‘Falstaff’ de Dickens o al ‘Nero Wofe’ de Rex Stout para encontrar argumentos siempre a favor de una buena comida, un buen vino y unos amigos para que una tarde o una noche cualquiera se convierta en inolvidable. Porque comer y beber se debe de hacer siempre acompañado de personas. No hay peor martirio que acudir a un bar o a una casa de comidas solo, por muy morado que te pongas luego. Y es eso cierto porque, por muy gordos y orondos que estuvieran estos imaginarios personajes, raramente comían solos. Lo que mola es ir a un buen hostal con alguien y pedir. Ni más ni menos.

Volviendo otra vez a los artículos de Público... ¿Estamos tontos o tontos? ¿Cómo vas a prohibir a cualquier ser humano que gaste sus dineros en lo que le de la gana? Si alguien es tan primaveras de soltar por una cena para dos cuatrocientos euros, ¿se le ha de meter en prisión para su re-educación?, ¿se le ha de flagelar con el cilicio de los domingos para que no vaya de tolai por la vida? No os toméis a risa lo de la re-educación. Los precursores de estos chavales la han utilizado históricamente en más de una ocasión. Qué se lo pregunten a los disidentes... Uno ha comido en tres ocasiones en restaurantes con estrella. Una en el de Cidón, que en paz descanse, en el mioceno superior, otra en San Sebastián, hace ya tiempo, y la última en el mencionado anteriormente de Yolanda y Juanjo, aquí en León. Las dos últimas fueron experiencias inolvidables. En el de Donosti, de tres estrellas, me apretaron en el 2002 una receta de 175 euros de aquel año. En el Cocinandos, 130 el año pasado. No me arrepentiré nunca de haberlos gastado. Pero, también lo tengo claro, es muy difícil que me pillen en otro. No tiene uno la cartera suficientemente implada para permitirse el lujo de homenajes de ese tipo cada poco. Es cierto que me encantaría comer en el restaurante de los hermanos Roca, pero, entre que la lista de espera es insufriblemente larga y que queda en casa dios, comidas y bebidas, me hago a la idea de que tengo que pasar. Además, es lo mismo que siento cuando veo el concierto de año nuevo desde Viena. Me encantaría, alguna vez, asistir en directo, pero va a ser que no... Moraleja: quién tenga tiempo y dinero, que vaya a uno de estos restaurantes estrellados. Quién no, ajo y agua, hermanos..., ajo y agua. Salud y anarquía.
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