20/09/2020
 Actualizado a 20/09/2020
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Quienes lo vivimos y lo cantamos lo recordamos gracias a Asfalto y a Labordeta, gracias a Supertramp y a Alice Cooper, gracias a Vainica Doble y a Mamá, gracias en fin a Patxi Andión. Que la escuela y sus cuitas hayan regado casi todos los cancioneros (si exceptuamos el del reguetón, por supuesto) quiere decir que un día habrá en que se canten también las zozobras del curso recién inaugurado, único sin duda y ojalá que irrepetible.

Harina de otro costal es la educación propiamente dicha, en la cual confieso que cada vez tengo menos fe. Me refiero a la educación formal, sobre la que no se canta y se escribe más bien poco, la que apenas es valorada como importante en las encuestas sobre inquietudes de la población española, la que genera sobreactuación en los parlamentos y menosprecio en los presupuestos, la que debiera conducirnos a cierto grado de igualdad y que, sin embargo, acentúa (generalizando) las distancias y la segregación, la que debiera animar nuestra capacidad crítica y nuestros valores de ciudadanía… Que se transmitan saberes es normal –¡qué menos!–. La ausencia o limitación de todo lo demás es lo anormal. De ahí mi poca fe: es problema mío.

Aun con todo, hay que ir a la escuela y al instituto y a la universidad si es posible (hay que hacer que lo sea) porque no hay momentos más espléndidos en la vida que los que ahí pasamos. Es más, la vida es lo que hemos sido en la escuela, en el instituto y en la universidad, todo lo demás son ecos de aquello. Por eso mismo, lo más importante es conseguir que eso no produzca fracasos, que uno no sienta humillaciones, que nadie nos acose, que nos enseñen a cooperar, que nos sintamos plurales y diversos, que nos riamos mucho, que no haya solo balones en los recreos, que no nos metan mano, que aprendamos a ser personas libres y juiciosas. Los saberes llegarán –¡qué menos!– y, si no, para eso está internet, que es a lo que algunos quieren condenarnos a causa de la maldita enfermedad. Pero eso no es ni educación ni escuela.
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