Escalera, silla, avión, madre

22/01/2020
 Actualizado a 22/01/2020
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Detente —aunque no seas Abraham— cuando en cualquier parte —en el parque, en las gradas de un estadio o un pabellón y hasta en la sala de espera del dentista—veas a una madre jugando con su hijo, haciéndole gracias para que la espera no sea larga, para que el frío no haga mella, para que la vida, la del niño, sea un eterno juego. Que lo es a estas edades, lo duro viene después, que ya se lo dicen a los políticos, intuyendo su incapacidad para hacer felices los futuros.

Verás cómo el cuerpo de la madre se convierte en silla o banco para que descanse cuando quiera; los brazos serán lanzaderas y pista de despegue para vuelos que el chaval recibe con risas incontrolables y una cara de felicidad que sólo en ellos puedes ver; las piernas sujetarán sus ansias de seguir y seguir, sin descanso.

Sorprende cómo ante ninguna de las acrobacias que soporta o disfruta el niño saca a relucir el miedo, jamás, no se sabe cómo ese cerebro que suponemos que aún no procesa razonamientos lógicos sabe a ciencia cierta que no corre ningún peligro, que los vuelos son con motor, que los brazos son los más fuertes del mundo, que los abrazos son tan cálidos y sinceros como él los percibe.

El miedo, como tantas otras cosas, nace después y en otros ámbitos, siempre lejos de su madre, siempre lejos de la seguridad de su cercanía.

Trata de cogerlo y verás cómo va bajando el tono de las risas hasta llegar al silencio, verás cómo tiene miedo a los vuelos, verás cómo no se siente ni se sienta seguro en otras piernas...

¿Pregúntale dónde aprendió a ser tan listo?
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