22/06/2021
 Actualizado a 22/06/2021
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Bajo el reloj de la calle ponferradina en la que camino y tiempo se matrimonian en un único nombre, las piedras bailan. Hay notas en el estrecho recorrido parado en el pretérito que separa la torre que sustenta los minutos hasta la Basílica de la Encina. Suena la caricia de una cuerda de guitarra, y una moneda hace los coros al caer sobre su funda, imantada en el suelo centenario. Sobrecoge. Son acordes simples, sin pretensiones de dejar bocas abiertas a su paso, pero obligan a seguir el ritmo con los pies y a olvidar que la mascarilla se queda como escudo ante el miedo que obligó a apagar los pentagramas en una Ponferrada sonora. El reloj marca las 12. Huele a cocina en el convento de las monjas escondidas en su clausura y los turistas se paran en la puerta de la antigua cárcel, hoy museo, paradoja del presente. Algo está de vuelta, pienso. Es la cadencia del movimiento de una ciudad que saca la cabeza de su peor pesadilla. Y lo hace columpiándose en esas cuerdas. El músico avanza en el estribillo desde dentro de un biombo de plástico con el que arropa el momento. Ha fabricado el búnker perfecto desde el que mantener el palpitar de la calle vivo, aunque no lo sabe, pero ha construido el castillo que ampara las sonrisas en los pies, la casa para mantener el pálpito de la calle. Vuelven los conciertos a las salas, sin más reinvenciones que un permiso nivel uno. Los cambios se han quedado resbalando por el chubasquero como gotas de agua que amenazaban con mojarnos sin llegar a hacerlo. Pensábamos que no seríamos los mismos, que seríamos mejores, y no nos hemos movido del sitio más que para temblar de vez en cuando…mientras la música seguía, como línea guía de una vida tan encajada en sí misma que ni la bocanada de muerte que nos susurraba al oído ha podido variar su rumbo. Pero en la calle, el guitarrista no ha dejado huérfana su calle y, sin saberlo, ha contagiado la esperanza y la lucha por lo que ahora llega.
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