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Entre zanca y muslo, el caos

16/07/2021
 Actualizado a 16/07/2021
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Se queja mi amigo Marcelo de que ya rondando los cuarenta aún no había probado una zanca de pollo. Cuenta, con su inteligente ironía, que cuando él era niño se reservaba al padre la mejor tajada, que para eso era quien doblaba el lomo para mantener la casa. Después se despistó cruzando la juventud entre juergas y noviazgos y para cuando se encontró con un hijo sentado a la mesa habían cambiado tanto las cosas que los niños suplantaban a los padres y la mejor tajada era para ellos, por aquello del crecimiento. Desde entonces, el abuelo sorbe la enjundia del bicho convertida en caldito, los muslos pasan ante sus narices aterrizando en el plato del pequeño y Marcelo sigue chupando alas. Para colmo, lo de mandar y presidir la mesa tampoco prosperó porque la mesa es redonda y en el colegio, un sicólogo aconsejó argumentar a su hijo cada decisión tomada, no fuese a crearle un trauma (véase pataleta). Y sospecha que todo fue por no enterarse en qué momento la zanca pasó a llamarse muslo, que ahí debió de estar el quid de todo. Una versión muy de Marcelo de un cambio generacional para la que otros necesitarían escribir varios tratados.

Si a esta historia le rascamos la capa de ironía, asoman esos abuelos casi en extinción, llegados de la guerra con su «que mis hijos no pasen hambre», pasamos al «que nos les falte nada» de esos hijos sin hambre, pero con carencias. Y de ahí al «que tengan lo que yo no tuve» de la última generación de padres. Ese «lo que yo no tuve» fue la frontera entre lo necesario y sus deseos frustrados volcados sobre sus hijos, convertidos en correcaminos para llegar a todo tipo de actividades (sabida es la necesidad de dominar el ballet y el judo para sobrevivir en un barrio) o la compra compulsiva de cachivaches sin más función que atiborrar mentes y cuartos infantiles mientras la despoblación se adueñaba de los parques donde los niños jugaban al salir de clase, intercambiaban la merienda y reventaban balones a patadas, desfogando el estrés que ahora curan los sicólogos. Hemos diseñado niños con prisa, adolescentes con el mejor móvil de la casa y jóvenes con mejor coche que su padre, llevando cuarenta años cotizados.

Y aquí estamos, rasgándonos las vestiduras ante una generación totalmente desnortada a la que hemos inculcado que tienen derecho a tenerlo todo a cambio de nada, sin esfuerzo y sin necesidad de ganárselo. Porque ahora la modernez dicta que las palabras responsabilidad, esfuerzo, respeto o valores huelen a naftalina. Así hemos conseguido una sociedad infantilizada y floja en la que una parte sufre a otra (minoritaria pero demasiado lesiva) instalada en el individualismo y egocentrismo incluso en medio de una pandemia.

Parece caer en la melancolía decir que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero es difícil aceptar que el deterioro social que vivimos es mejor que el pasado más reciente. Cuesta digerir ver a niños colándose en el ascensor en vez de abrirle la puerta a la vecina que está esperando, personas que ni dándote de bruces saludan, jóvenes apoltronados en el asiento del transporte público con alguien que peina canas de pie ante ellos. Se nos fue la mano aligerando tanto la mochila de los niños para evitarles peso en la espalda. Debimos dejar dentro el abecé de la educación y empezamos a pagar las consecuencias porque los niños mimados con una permisibilidad sin fundamento han empezado a degenerar en jóvenes hedonistas y, en el peor de los casos, asalvajados.

Ha nacido el vandalismo de diseño en el que no cabe la excusa de niños arrastrando abandonos, malos tratos o carencias afectivas. Hablamos de niños malcriados, ajenos a todo lo que no sean ellos mismos y su derecho a divertirse. Dignos hijos de esos padres que, viviendo en el mismo país donde murieron ancianos encerrados, llaman secuestro al aislamiento de sus nenes en cómodos hoteles, en vez de disculparse por el daño causado y sin pensar siquiera en los posibles muertos provocados.

Y empeora la lista de logros de esta sociedad tan permisiva y güay, en la que pasamos de tener presos por robar gallinas a tener vándalos campando por las calles, a medida que los niños con derecho a todo van creciendo y ejercen el derecho a usar sus instintos primarios (que para eso son suyos) atacando todo lo que se menee y no les guste. Mansos lobos solitarios convertidos en jaurías peligrosas si se agrupan, capaces de matar a un joven, en plena calle sin que nadie lo impida. Asusta tanto odio. Asusta porque no es fruto de una copa de más, viene de dentro, lo tienen germinado y lo llevan a todas partes.

La historia de Marcelo, que pudo parecer graciosa, no lo es porque la hemos llevado al límite. Quizá debamos volver las cosas a su sitio, que cada uno ejerza el rol que le corresponde, el padre presida la mesa, se coma la zanca del pollo y eduque a sus hijos. Y éstos, que aprendan y obedezcan como hicimos los demás sin trauma alguno y hasta que el pollo tenga cuatro patas, no tengan más derechos que sus padres.
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