jose-miguel-giraldezb.jpg

Entrando en pista: septiembre

07/09/2020
 Actualizado a 07/09/2020
Guardar
El aterrizaje en este nuevo planeta que nos ha traído la pandemia comenzó el pasado día 1 de septiembre, o quizás el propio 31 de agosto (necesitábamos tomar tierra y al tiempo huir, algo difícilmente compatible). Aunque, bien mirado, el verdadero aterrizaje será esta semana, o quizás la semana que viene, coincidiendo con el complejo regreso a las aulas de los más pequeños, y a la espera del comienzo del curso universitario, que tampoco se prevé fácil. Si algo bueno tiene este enojoso asunto del virus es que está colocando en primera línea a la sanidad y a la educación, que es exactamente el lugar donde siempre deben estar. Y esa consideración de que la educación y la sanidad son dos pilares fundamentales, imprescindibles, para la solidez de un país y para edificar el futuro no debe olvidarse jamás. No creo mucho en la enseñanza que se deriva de los malos momentos, o del sufrimiento (me gusta mucho más la enseñanza envuelta en la alegría), pero esta pandemia que sigue creciendo ahí fuera, si no hacernos mejores y más responsables, compasivos y empáticos, como algunos creen que podría ocurrir a la larga (no estaría mal que así fuera), sí que podría servir al menos para que nunca se escatimen esfuerzos en esas dos áreas, educación y sanidad, sin las que no existe el futuro y tampoco el presente. Cuando esto haya pasado, educar y curar deberán seguir siendo asuntos verdaderamente prioritarios para cualquier gobierno. De primera línea. Con pandemia y sin ella.

Dicho esto, por otra parte obvio (quién se atrevería a negarlo), lo cierto es que regresamos a septiembre con esa sensación extraña de quien vuelve a un planeta extraño, aunque sea el nuestro. Los que hemos tenido la suerte de escaparnos, siquiera levemente, de la realidad habitual durante el mes de agosto contemplábamos la persistencia de los noticiarios, las sombras que se cernían, mientras el sol brillaba y el mar se mostraba delicadamente azul. El verano ha sido también extraño, un tanto huidizo, de tal forma que los días se escapaban entre los dedos más de lo que ya lo hacen habitualmente en esas fechas. Y, sin embargo, las imágenes de la realidad que las pantallas nos enviaban desde el planeta que habíamos dejado eran densas y pastosas, un puré de cifras, casi siempre pesimistas, que no ocultaban lo que nos esperaba en cuanto entrásemos en la atmósfera con nuestras escafandras quirúrgicas: y así, volvimos, a la reconquista improbable de la realidad, a nuestra casa, abandonando el sueño azul, y dejándonos envolver por ese aire aún preñado de miedos y de avisos que permanecía inmutable, amasando de nuevo la tormenta, desde que lo habíamos abandonado a finales de julio. El regreso a la realidad era inevitable: había que tomar tierra, había que volver a un territorio herido y confuso, a un lugar cada vez más irreconocible, que, sin embargo, era nuestro lugar.

Es verdad que la especie humana, como decía T. S. Eliot (y al parecer también Nietzsche), no puede soportar demasiada realidad. Vivimos en una perpetua sobredosis de realidad que, tristemente, ha ido devorando los sueños y la imaginación. ¡Sed realistas!, nos dicen a veces. Como si hubiera una seguridad absoluta de que siéndolo vamos a obtener más beneficios, y mucha más felicidad. Me temo que es justo lo contrario. Ingerir tanta realidad, estar enganchado a ella, al menos a la realidad que brota en las pantallas y se expande poderosamente en las redes sociales, tomando a menudo vericuetos de dudoso gusto, nos convierte en ese tipo de seres que parecen dominar la sociedad contemporánea y sus impactos mediáticos: ansiosos, tensos, golpeados por el miedo, dispuestos a dejarnos gobernar por la alarma a cada paso, propensos a la discusión no precisamente edificante, a la desconfianza hacia los otros. Estos rasgos parecen definir muchas de las actitudes que se observan en la sociedad contemporánea. Y muchos son anteriores a la pandemia, ya estaban ahí. Diría que la pandemia los ha subrayado, probablemente con razón: nos ha instalado en la incertidumbre, que es uno de los males mayores para una especie como la nuestra, que es capaz de proyectarse hacia el futuro, hacer planes, que necesita algunas convicciones, aunque el azar gobierne tantas cosas, que no puede permitirse el lujo de vivir permanentemente en ascuas.

Sin duda, las reglas han cambiado. La atmósfera es distinta. El planeta cotidiano al que hemos vuelto sigue resultando un territorio bastante inhóspito, notablemente incómodo, pero nunca debe ser puesta en entredicho nuestra capacidad de transformación. En otras épocas, ya lo hemos contado aquí, las pandemias terminaron provocando cambios extraordinarios, y fueron cambios que supusieron un progreso. Incluso un cambio de época. Este es precisamente el gran asunto de este tiempo. El debate sobre cómo construir un futuro que probablemente ya había entrado en crisis, secuestrado por las grandes debilidades del pensamiento de este siglo, maniatado por tendencias simplificadoras, por un brutalismo político representado por ciertos liderazgos que abominan de la cultura y de la intelectualidad y parecen basar su acción en un pragmatismo poco reflexivo, cuando no elaborado con ingredientes básicamente propagandísticos, que pretende captar voluntades a corto plazo, que abomina de toda profundidad y de toda perspectiva, incluyendo la negación de los planteamientos científicos.

Recién aterrizados, la sensación de que seguimos consumiendo demasiada realidad, con ese imprescindible aderezo de miedo y tensión, no presagia nada bueno. Ojo con las indigestiones mediáticas. La auténtica revolución que está en nuestras manos depende de nuestra confianza en la ciencia y en la educación, dejando de lado los planteamientos apocalípticos, ignorando las voces (el ruido y la furia, más bien) de tantos gurús de última hora, mesías de sobremesa, que intentan imponer sus a menudo descabelladas razones. En aguas revueltas todo el mundo intenta pescar, pero lo importante es mantener una serenidad que no descrea de lo estrictamente comprobable y que no se cebe una y otra vez en la amargura, que no alimente el morbo. No se trata de negar la gravedad de la situación. Se trata de no abundar más en ella. Se trata de sacar lo bueno del ser humano, no de volvernos a enredar en el bucle permanente, como ya sucedió antes del verano. Por alguna razón creo que ha llegado el momento del trabajo colectivo, alegre, cooperativo, frente a tanta ostentación de liderazgos no solicitados, frente a los egos y las verdades absolutas. Aterricemos en septiembre, sí, pero dispuestos a despegar.
Lo más leído