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Empañar las palabras

10/01/2019
 Actualizado a 08/09/2019
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Alguien debería defender a las palabras. Aunque solo sea por aquello que escribió hace unos años Ignacio Camacho recordando al maestro Gabriel García Márquez y su «potestad demiúrgica de poner nombre a las cosas que antes había que señalar con el dedo». Aunque únicamente fuera porque permiten describirnos y decirte lo que pienso, porque suponen el milagro de transcribir los sentimientos. Sin embargo, cada vez están más solas en la lucha por su esencia, maltratadas a diario por la ignorancia salvaje de la simplificación torpe e interesada.

Las palabras del idioma español sufren un ataque descontrolado de las ideologías de celofán. Acosadas por haber acumulado riqueza durante siglos. La diversidad y expresividad de un idioma hecho de idiomas, de plurales, géneros y polisemia es ahora el pecado capital en la sociedad de las ofensas constantes. El largo camino recorrido en la evolución hacia la precisión de los usos y la economía del lenguaje para una comunicación más eficaz se ha tornado la madre de las discriminaciones. «Qué pena no ser inglesas –pensarán a puñados sustantivos y adjetivos– para evitar el machismo cuando nos pronuncian en plural y mutamos en banderillas contra la igualdad. Qué pena no haber perdido las conjugaciones, los prefijos y sufijos para lucir siempre inclusivas. Qué drama que los hablantes nos hayan dado significados políticamente incorrectos y nos tecleen señaladas o incluso nos censuren para no decir lo que tantas veces dijeron».

La Real Academia de la Lengua, allí donde buscan refugio desesperado nuestras palabras, soporta una lapidación constante. Pedradas que exigen a diario el cambio de las definiciones, de las reglas de la gramática y hasta que los académicos perpetren atentados contra la legalidad lingüística, un golpismo cultural tolerado. Siempre es el camino más fácil, apuñalar al mensajero para intentar desangrar el mensaje. Por eso la tienen tomada con nuestras palabras. Indefensas en la voz rencorosa que las azota en duplicidades innecesarias. Violentadas desde aquellas tribunas que escupen vocablos que nacen muertos por inútiles. Pobres palabras travestidas de palabras pobres. Las solicitudes hacen cola en la RAE buscando en las páginas del diccionario la justicia que jamás encontrarían en la conversación de una cafetería. Es curioso que tantos colectivos o profesiones anhelen recuperar su prestigio redefiniéndose, o más bien, imponiendo como ha de definirse su labor. El diccionario utilizado como una red social más donde esforzarse por mostrar lo que desearían ser. La realidad dejó de importar hace tiempo.

«Al final vamos a reformar antes las desinencias que los derechos», sentenciaba Arturo Pérez Reverte tras el anuncio de la vicepresidenta Carmen Calvo de solicitar mancillar la Constitución Española adaptándola al presunto lenguaje inclusivo. El Ayuntamiento de Madrid colaboró con el escarnio con una guía que convierte en jeroglíficos los formularios y complica aún más la burocracia. La política estética y el activismo destructivo también excluyen pero a la inteligencia. El idioma, ese legado de identidad, es un ser vivo que se transforma con los usos de sus hablantes. Los diccionarios y las gramáticas son el reflejo normalizado de la utilización del lenguaje. Registran lo que sucede no apuntan lo deseable. Las sociedades cambian los diccionarios pero no creo que los diccionarios transformen ni deban transformar las sociedades. Son un espejo. Dice un proverbio chino: «corrige a un necio y lo harás tu enemigo». Empañarlo no te hará más guapo aunque quizá sí más ignorante.
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