04/03/2020
 Actualizado a 04/03/2020
Guardar
Avanza imparable. Coronavirus le llaman, de apellido Covid-19. No habrá nombre más repetido hoy en el mundo, «del uno al otro confín». Los virus, las criaturas más invisibles y escurridizas de la Tierra, aunque en número sean lo que más abunda en ella. Hay millones de tipos, de los que sólo conocemos unos miles. Tienen vida propia, y aunque no son animales ni plantas, ni siquiera células, necesitan de las células para sobrevivir. Son microorganismos parásitos, penetran en las células y las fagocitan. No los vemos, forman parte de ese inmenso mundo invisible que nos rodea y en el que estamos sumergidos. Mutan constantemente y se replican a grandísima velocidad. Cuando entran en un cuerpo se establece en su interior una guerra a muerte. Si el cuerpo no logra vencerlos con su propio ejército de anticuerpos, ellos acaban con la vida.

Los virus son un ejemplo perfecto de amenaza invisible. ¿Cómo protegernos de aquello que no vemos, ni sabemos cómo de verdad se propaga? Se afanan médicos, expertos y políticos en pedirnos calma, en llamar a la tranquilidad. Hemos de tener más miedo al pánico, nos dicen, que al propio virus. Yo, la verdad, todavía no he visto ninguna escena de pánico, ningún arrebato o estampida descontrolada. Lo que no se puede es evitar la reacción más elemental: el sentir miedo e indefensión ante una amenaza como ésta, invisible, pero muy real. Y más si uno se pone a pensar un poco y a sacar sus propias conclusiones.

Primero, porque no sabemos de dónde ha salido ni cómo se ha iniciado su propagación. Que si en el mercado de Wuhan, donde se vende todo tipo de marisco y una variopinta muestra de animales exóticos y salvajes, entre ellos los murciélagos y el pangolín. Pero también pudo salir, de forma intencionada o casual, de esos laboratorios, muy cercanos a ese mercado, donde se experimenta con virus y bacterias. El fantasma de la guerra biológica se une al de la guerra comercial. Sabemos que el capitalismo necesita de estas crisis periódicas para reorganizarse. Crece la burbuja especulativa hasta que necesita estallar. ¿China se había convertido en un virus para la economía mundial?

Tampoco sabemos muy bien cómo se propaga. El contagio directo o a través del aire cercano parece claro, pero si así fuera no se entiende a qué vienen esos trajes de astronauta, esa fumigación de las calles, los rincones y hasta las fachadas de edificios de muchas plantas, como si el virus trepara por las paredes, se colara por las alcantarillas o se agazapara en los pliegues de la ropa. Ubicuo, como Dios, puede estar en todas partes. Si se nos dice que alguien fue a Italia y volvió con el virus en la mochila, no hay otra explicación.

Sabemos también que las vacunas antivíricas son uno de los negocios más suculentos del mundo. Se abre un «nicho» de mercado descomunal, y alguien estará interesado en explotarlo. Cuanto más propagación de la amenaza, más «oportunidades de negocio». Así que aquí entra una variable conspiranoica tan incontrolable como el propio virus. Dicen que mata menos que la gripe, que los accidentes de tráfico o los suicidios, pero la comparación es totalmente falaz. La diferencia está en lo invisible, lo imprevisible, la inevitable y lo universal de esta amenaza, porque no hay lugar en el mundo ni refugio totalmente seguro.

Así que, queramos o no, a todos se nos ha metido ya dentro el virus, ya habita en nuestra cabeza. Sí, tenemos el cerebro lleno de virus, que es donde más abundan y donde mejor se instalan. Porque no hay metáfora más adecuada para explicar hoy lo que ocurre a nuestro alrededor y cómo nosotros lo vivimos, sentimos e interpretamos. Al final va a tener razón Lacan y su teoría del significante. Ni el significado ni el referente (la verdad y la ley, por ejemplo) son lo más importante, porque lo que nos mueve, lo que determina nuestra vida es algo aparentemente más insignificante, pero mucho más poderoso.

Hoy no existiría esta amenaza de pandemia si no existiera ese significante llamado ‘coronavirus’. Para coronarlo, para erigirlo en el rey de los virus, para lograr que se haya hecho con la monarquía vírica, hemos tenido que nombrarlo, crear una «imagen acústica» (Saussure) que materializa y condensa un halo de emociones, significados y referentes atropelladamente mezclados en nuestra cabeza y extendidos por todo nuestro cuerpo. El poder del significante, sí. Aplíquenlo a lo que quieran. Al ‘procés’, por ejemplo.
Lo más leído