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El último Rodríguez

09/08/2020
 Actualizado a 09/08/2020
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Es posible que a los menores de treinta años la expresión «quedarse de Rodríguez» no les sugiera nada. Que no la asocien a lo que, durante décadas, identificaba a esos varones que, llegado el estío, celebraban que la mujer y los niños se fueran al pueblo, brindándoles una soledad que les permitiría dar rienda suelta a sus pasiones más inconfesables. En la España del tardofranquismo, eran Landa, Esteso o José Luis López Vázquez quienes, en producciones de medio pelo, representaban a esos cuarentones que nunca se comían un rosco. En la cocina de casa, mientras pongo un huevo a cocer, me pregunto qué queda de aquel patetismo viril y, fuera de los platos apilados en el fregadero, o la luz canicular que abrasa la calle, no encuentro nada, afortunadamente, que se le parezca. Una débil conexión en las noches que paso en blanco, pero no por efecto de la lujuria o la depravación, si no por ese calor de brea con el que impregna las sábanas el infierno de agosto. Con los pies en la alfombra, incapaz de conciliar el sueño, acierto a encontrar una película extraña, una donde Donald Sutherland pasea por las calles de una Venecia amenazante e irreal. La sensación onírica se multiplica con la programación de un telediario que se repite cada veinte minutos, como si el pobre presentador que tienen contratado no se acabara de creer las noticias: la gente camina por la calle con mascarillas de color azul, una señora dice que el rey emérito tenía en su casa una máquina de contar billetes, en Aranda de Duero han prohibido a sus vecinos salir más allá del balcón. En mi papel de ‘rodríguez’ anacrónico, el mundo se asemeja a una película de Berlanga y, en medio de la penumbra, sin tener claro quién soy, me parece ver la silueta de Alfredo Landa, mirándome con escepticismo burlón, como si quisiera decirme que en esta España del siglo veintiuno, todo está a punto de irse al carajo. Subo la persiana que da al parque y me froto los ojos, intentando ver algo en medio de la oscuridad. Al fondo, como si lo de la pandemia fuese un mal chiste, un grupo de jóvenes estiran la noche como si fuese una túnica de satén y se pasan una litrona que tiene la forma del santo grial. Están ahí, comiéndose a besos, embriagados por un gozo lunático, riéndose de los últimos ‘rodríguez’ del mundo. Entonces me llega un olor acre de la cocina, me acuerdo del huevo y echo a correr despavorido.
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