11/02/2018
 Actualizado a 16/09/2019
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La ocurrencia de Irene Montero respecto de la expresión ‘portavoza’ no admite discusión en cuanto a su naturaleza de majadería gramatical. A diferencia de casos anteriores como el de las ‘jóvenas’ de Carmen Romero, o el de la ‘miembra’ de Bibiana Aído, por citar a otras dos ilustres lingüistas, Irene Montero ha rizado el rizo de la insensatez feminizando lo que ya era femenino, porque portavoz no es sino un término compuesto entre porta y voz, y la voz es femenina, como la ‘lengua’ que echó pacer doña Irene, o la ‘palabra’ que malogró.

Y es curioso, por cierto, que así como ‘lenguo’ no ha sido aún recogido por la RAE como equivalente masculino de ‘lengua’, sí exista ‘palabro’, aunque no se utilice en igualdad de condiciones y con el mismo rango y dignidad que su compañera, sino como forma despectiva de designar términos raros, erróneos o aberrantes, como ‘portavoza’. Conste que yo que soy varón (y lo podría demostrar llegado el caso), no me siento en absoluto ofendido por el hecho de que ‘portavoza’ sea un palabro y no una palabra.

Quienes perpetran estas necedades no suelen hacer gala de un gran bagaje intelectual, pero tampoco desconocen la norma, sencillamente pretenden transgredirla con fines supuestamente altruistas como, en este caso, el de visibilizar el machismo-franquista-opresor y qué se yo qué más. Saben que en lo que al lenguaje se refiere la norma siempre cede ante el uso del pueblo, y que el «hermoso lenguaje español» no es una imposición del Estado central, como pretenden los separatistas iluminados, sino la obra de un pueblo que durante siglos deformó y transgredió sistemáticamente el latín que había mamado. Por eso, siempre que se producen estas boutades sale algún lingüista pidiendo que no nos escandalicemos y recordando al gran Alarcos cuando decía que el normativismo «debe forrarse de escéptica cautela».

Lo que sucede es que en estos casos no es el pueblo el que transgrede la norma y hace evolucionar el lenguaje de manera natural, sino únicamente aislados politiquillos y su sempiterna corte mediática. Nadie en el lenguaje común dice que le caen mal los abogados y abogadas, o que hay pocos médicos y médicas, sólo lo hacen los políticos, y sólo cuando les ponen un micrófono delante. Lo que les molesta es, precisamente, que sea el pueblo, y no ellos, el único dueño del lenguaje, y el pueblo se chotea: «Mamá mamá, en el colegio me llaman gilipollas», dice el rorro. «¿Quién, hijo?», pregunta la mamá. «Todos y todas mis compañeros y compañeras».
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