19/04/2020
 Actualizado a 19/04/2020
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Había decidido no hablar del coronavirus hasta llegar al epílogo de la pandemia. Pero, aunque estemos todavía en el preludio, no aguanto más. Porque me resulta, no ya indignante, sino repugnante, ciertos comportamientos ante esta trágica situación que padecemos. Lo de siempre: ‘a posteriori’ todos somos sabios; pero ‘a priori’ demostramos al comienzo de esta pesadilla la misma miopía e incertidumbre que el actual Gobierno, renuente a tomar medidas drásticas y urgentes. Y es lo que ha pasado con Johnson en Inglaterra, con Trump en Estados Unidos, al Brasil de Bolsonaro y a México de López Obrador. Quienes, despreciando en principio el confinamiento, se ven ahora obligados a imponerlo.

Para la gente de pensamiento único, uno de sus axiomas es estar contra todo si no estás a su favor. Como dijo Sartre, «el infierno son los otros» (Huis clos); o como Javier Alfaya, «la heterodoxia es –para los probos ciudadanos– la gran culpable de la decadencia española» (Crónica de los años perdidos).

Eso de remar en la misma dirección, mismo que sea ante un estado de emergencia como el que atravesamos, es un cuento chino, porque para los ‘patriotas’ sobran miles de personas por formar parte de la encarnación del Mal. Este contingente representa al despreciable ‘Otro’, que se manifiesta a través del espíritu crítico, del afán de conocer, de la libertad de pensamiento y de costumbres, de la tolerancia...; todo lo cual resultaba incompatible con lo que Dionisio Ridruejo llamó irónicamente «el macizo central de la raza» (Escrito en España).

La necesidad de exterminar o de expulsar al otro –váyase Sr. González; Sánchez, lárguese– es una de las características de cualquier régimen dictatorial. Y es que el núcleo ortodoxo de la derecha tiene un sentido patrimonial de España. Los que se consideran integrantes de ese núcleo piensan en sí mismos como dueños absolutos del país, y para ellos todo lo que no se ajuste a su ortodoxia religiosa, política, social, moral o cultural está de sobra. Para esa gente la ‘anti-España’ no es una entelequia, sino una realidad tangible que hay que eliminar.

El repunte de españolismo ultra –tan subido de tino y de tono últimamente– es una de las manifestaciones de ese espíritu, como lo son, en el polo opuesto, los nacionalismos radicales vasco y catalán. La visión del Otro como enemigo sigue latente en nuestra sociedad y se dispara en los momentos más críticos. Últimamente esa visión se ha enriquecido con la añadidura de los emigrantes, a los que buena parte de la opinión conservadora considera peligro mortal. La sensación de amenaza que produce ese Otro obedece a un instinto que fue cuidadosamente preservado y mimado durante la era dictatorial, como una preciosa arma a utilizar contra los supuestos enemigos exteriores e interiores.

Como ha escrito Alfaya (opus cit.), «la historia de España habría sido una sucesión de maravillas si no hubiera existido una heterodoxia que lo echó todo a perder porque con su mera existencia puso –y sigue poniendo– en peligro la idea de la unidad nacional, que traspasa los límites de la historia hasta convertirse en mito». Un mito que también sirvió en su día como medio ideal para hacer píngües negocios como los realizados antaño por la casta dominante de cristianos viejos, con la expulsión de los judíos y moriscos primero y, siglos después, con la de los republicanos. Esto último, poco conocido y apenas empezado a estudiar, es fundamental para entender muchas de las «adhesiones inquebrantables» que generó el franquismo entre quienes se beneficiaron de la rapiña».
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