03/08/2020
 Actualizado a 03/08/2020
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Estuve a punto de titular ‘La broma infinita’, como el afamado libro, pero es que esto no es ninguna broma. Como mucho, una broma pesada. Sobre todo, se trata de un lío importante. No me refiero sólo a la omnipresencia del virus, que parece encantado de encontrarse entre nosotros, sino a la atmósfera global, al estado del planeta, al pulso de los días. Y conste que esta visión un tanto pesimista es la que tengo ahora desde la orilla misma del Atlántico, alejado de todo, porque la realidad es ya un fastidio. Aquí, en un lugar diminuto, la realidad resiste dispuesta a incordiar, pues ya todo está conectado, pero al menos no hay muchedumbres, ni siquiera un leve atisbo de ocio nocturno más o menos descontrolado, sino el rumor del mar, que sigue a lo suyo, ignorándonos (creo), como desde el principio de los tiempos.

En fin, está claro que la realidad tiene suficientes herramientas para imponerse a nuestras pequeñas vidas, como decíamos el otro día. El gran constructo mediático y propagandístico se abre camino como sea, a ser posible colocándonos ante dilemas que no deseamos, obligándonos a apostar por el sí o por el no, sin nada en medio, sin matices, sin ninguna gama de colores. Estamos presos de esta forma de ver el mundo que se ha ido imponiendo, y que se aprovecha de la inmediatez, de la falta de reflexión. Algunos líderes mundiales han ganado aceptación precisamente por poner de moda esta filosofía de pacotilla. La ignorancia, como el miedo, es una gran herramienta para dominarnos a todos. Siempre lo fue.

Lo sorprendente es que no se haya articulado aún una rebelión contra esta manipulación generalizada, contra este infinito malestar que soportamos. Los ciudadanos, quizás adormecidos o puede que agotados (no me extraña), no terminan de comprender el peligro de esta atmósfera que nos vemos obligados a respirar, y no sólo metafóricamente. También la atmósfera real, el aire propiamente dicho, es cada vez más irrespirable. Como me decía hace poco el doctor Pedro Gullón, que junto a Javier Padilla acaba de publicar un libro muy interesante y revelador, ‘Epidemiocracia’ (Capitán Swing), uno de los derechos que cada vez toma más cuerpo es el ‘Derecho a respirar’, no sólo a la luz de infaustos acontecimientos, como la muerte de George Floyd (que al parecer murió gritando, precisamente, es frase ya icónica y terrible: «no puedo respirar»), sino porque la falta de aire, en todos los sentidos, identifica muy bien la época que nos está tocando vivir.

La muerte de Floyd pone voz y rostro a estos días de miedo y confusión, pero ese «no puedo respirar», que en su caso era una descripciónangustiosa de lo que le estaba pasando, es ya una frase con gran valor simbólico, que también sirve para explicar los efectos de la pandemia, para narrar la destrucción acelerada del hábitat y el envenenamiento del aire, y desde luego para describir este ambiente irrespirable que emana del gran lío en el que parece que estamos metidos, a tiempo completo, y, eso sí, siempre transmitido en directo, no vaya a ser que nos perdamos algo.

Observen que el presente se caracteriza por un enquistamiento sistemático de los problemas. Lejos de solucionarse, a pesar de toda la tecnología y de todo el progreso, la sociedad asiste, yo creo que perpleja, a una complicación absoluta de la realidad. En efecto, hay que concluir que, si algo puede ir mal, irá mal. Nunca fue tan cierto este principio.

La lucha desesperada y surrealista de algunos contra una complejidad que no les conviene deriva de inmediato en una falta de capacidad para abordar los problemas, pues más que solucionar las cosas se hace demagogia sobre ellas, se manosean una y otra vez, a poder ser entre acusaciones mutuas, discusiones pueriles, y un intento por imponer siempre una visión unidireccional, en la que no cabe discusión posible, pues el otro principio que nos invade, también como una epidemia, es el que dice «o estás conmigo o estás contra mí»: ¡nada de medias tintas! He ahí la manifestación más peligrosa de las adhesiones inquebrantables. Quieren imponernos la idea de que la duda, el debate, la reflexión, la evaluación razonable de los acontecimientos, son cosas muy nocivas, y que lo que importa es la acción sin contemplaciones. Un despropósito que no parece ser respondido por casi nadie, como si nos hubiéramos rendido a la evidencia.

Lejos de coadyuvar al entendimiento, la frenética actividad de las redes sociales parece demostrar que se lleva más el desacuerdo bronco que cualquier otra cosa. Todo está tan enconado y polarizado que el que acepta algo del contrario de inmediato es tachado de blando, de bajar la guardia. El mérito, por lo visto, está en oponerse a todo, o en defender lo indefendible, o en resistirse a cualquier razonamiento que no sea el propio. Se premia más ser duro e inflexible, como si fuera siempre una virtud digna de elogio, que ser permeable o moldeable, cuando las circunstancias lo demandan. Hemos olvidado que el mandato de la democracia consiste en acordar posturas y sobre todo en reflejar el pensamiento colectivo, y, por tanto, necesariamente diverso.

A pesar de la tranquilidad que todavía aporta este lugar diminuto y apartado en el que me encuentro, he de reconocer que las preocupaciones nos persiguen. El invierno persigue al verano, como la fiera que no quieresoltar su presa. Cuesta trabajo desprenderse de este gran peso con el que hemos acudido a la llamada del agosto más difícil de las últimas décadas. Pero hay que hacerlo. No es natural que todo se convierta en un lío, en un problema que se torna un bucle, y que vuelve una y otra vez, semana tras semana.

Si presentan atención a los informativos, casi no hay nada que no se transforme de inmediato en un motivo para la alarma. Comprendo que la pandemia es un gran mal, pero bastante mal tiene en sí misma como para que nos envuelva y nos destroce, también psicológicamente. Hay una atmósfera, en efecto, cada vez más irrespirable ahí fuera. Piensen en esa lucha por la vacuna, comprensible claro, loable incluso, pero que parece una carrera desatada más entre países o líderes políticos que entre científicos. Piensen en esas compras masivas de los pocos medicamentos que pueden ser más o menos efectivos contra el virus: otra carrera preocupante, que dice mucho de cómo es la humanidad en cuanto se atisba un fragmento de apocalipsis. Hasta el final de la Liga de fútbol en segunda división ha terminado convirtiéndose en un sindiós notable, del que parece casi imposible salir. ¿No creen que va llegando la hora de que nos paremos a pensar hacia dónde nos dirigimos?
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