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El humor en los tiempos de la cólera

06/07/2020
 Actualizado a 06/07/2020
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Casi por casualidad caí el otro día en ese programa de Boris Izaguirre, ‘Lazos de Sangre’, donde se trataba de desentrañar qué sucedió con la pareja humorística conocida como ‘Martes y trece’ (antes trío que pareja), que tantos momentos divertidos nos dio en televisión hace ya algunas décadas. Vaya por delante que, aunque algunos de sus números me hacen gracia, y me la hicieron en su momento, siempre he tenido otros humoristas de cabecera, si así puede decirse, especialmente Tip y Coll. Y bueno, sí, también Gila, cómo no, y más recientemente esa conversación gamberra, surrealista y muy inteligente de Faemino y Cansado, libres como pocos. O, ya puestos a hablar de lo verdaderamente sublime, Les Luthiers, a los que tuve ocasión de volver a disfrutar no hace mucho tiempo con un entusiasmo semejante a la primera vez que los vi, allá en el Teatro Bellas Artes de Madrid en los años ochenta. (Aunque esta vez, ya, tristemente, sin alguno de sus miembros fundacionales).

Todo esto no quita que esa pléyade de humoristas albaceteños, en su mayoría, que dio lugar a maravillas como Muchachada Nui, todos los que de alguna manera forman grupo generacional con Joaquín Reyes, sobre el que pivotaban y pivotan algunos ‘sketches’ memorables, y que ejerce a menudo como cómico inclasificable, de lo naíf a lo surreal, no estén también entre mis favoritos. Lo están, desde luego. Y a menudo me parto con ellos. Claro que, si tengo que elegir a alguien en esto de la sátira y de la risa, si tengo que tirar por todo lo alto, si pienso en un gran maestro de lo grotesco, de la comedia y la sátira, o sea, palabras mayores (Premio Nobel, por ejemplo), entonces tengo que citar a Darío Fo. Creo que para salvarnos necesitamos la risa. Necesitamos una vuelta urgente a la risa crítica, a la sátira liberadora, si no queremos seguir cayendo hacia el pozo de esta simpleza ridícula de la corrección y la mirada plana y censora.

Y, de vuelta a lo terrenal, me sigue encantando, cuando sale, que no es a menudo, el aire locuaz y locuelo del Millán Salcedo, cuya capacidad para jugar con las palabras me parece casi insuperable, y que, fuera de ‘Martes y trece’, tras la separación a la que aludíamos, no ha dejado de demostrar su genio. Ha aparecido menos de lo que hubiera sido deseable, quizás porque los años de éxito de ‘Martes y trece’ pesan mucho en la memoria colectiva (y televisiva), y es difícil no permanecer atrapado por una etiqueta tan contundente. Y ya puestos, aunque en otro orden de cosas, permítaseme citar a nuestro Leo Harlem, claro, que me recuerda el humorismo de mis años mozos, no porque sea antiguo, sino porque refleja a la perfección ese aire detenido y surreal de aquellas discotecas locales (a las que les viene dedicando este periódico unos reportajes magníficos que me llenan de nostalgia). Hay algo de humor descreído en Harlem, una cosa refrescante de sábado noche, una ironía que late bajo el chiste aparentemente fácil. En su estilo, desmitificador y popular, muy pegado a lo cotidiano de la gente, al lado surrealista de lo doméstico, Harlem es también un maestro.

En general, lo que los americanos (o quizás más bien los ingleses) inventaron como ‘stand up comedy’ (porque se hace de pie, básicamente), es decir, los monólogos, ha regresado con fuerza. La televisión lo ha favorecido, pero la ‘stand up comedy’ es, sobre todo, un género teatral, que entronca con la comedia clásica, con el gracioso que hace apartes al público, incluyendo a Shakespeare o a la comedia grecolatina. El monólogo de los ‘late night shows’ (Buenafuente lo incorpora como la parte más lograda del programa, aunque esté país ha perdido la tradición del show nocturno) mejora, sin embargo, en directo, como experiencia teatral, y también con cierto sabor del humorista callejero, el clown de la calle que utiliza la actualidad y se refiere al público que tiene delante, y que simboliza a toda la humanidad.

Más allá de ese morbo algo absurdo, que insiste en conocer las razones exactas de la separación de ‘Martes y trece’, y eso que ya ha llovido, tal y como vimos en ‘Lazos de sangre’, lo que realmente me interesa es la crítica de la mayoría de los cómicos a la situación actual del humor. O, si lo prefieren, a lo que podríamos llamar el creciente desprestigio del sentido del humor. Ya nos hemos referido aquí en otras ocasiones a ese creciente control sobre los artistas y sus obras, a la censura galopante, más o menos disimulada. No insistiremos, pero me temo que, de seguir así, no sólo vamos a destruir gran parte del acervo cultural y artístico, mediante nuevas inquisiciones y no poca moralina artística, tan en boga. El humor sale peor parado, por su propia naturaleza. Ahí están las críticas a los comediantes, ahí están los que miden hasta el hartazgo el grado de sátira permitido (no se sabe por quién), o tolerable, según unos parámetros que a veces parecen diseñados por gente de otra época. Pero no se engañen: se trata de algo fieramente contemporáneo y es tenido por muchos como parte de la modernidad. Ahí es nada.

El debate sobre el humor está en todo lo alto y me temo que los defensores de la libertad salen perdiendo. Hay síntomas, por no decir que hay hechos, que lo demuestran cada día. Los cómicos salvan la situación como pueden: afortunadamente suelen ser mentes brillantes, y, después de todo, la historia del teatro, y la historia de la literatura, está llena de ejemplos de gente que burló como pudo la censura, la tijera de los necios, el afán de control de la libertad artística. Es una pena, porque creo que a la política le falta una gran dosis de sentido del humor: empezando por la capacidad de los líderes de reírse de ellos mismos. Es un gran síntoma de inteligencia, pero se ve poco.

Lo grave es que esa mirada torpe, que va de la moralina a la creencia de que la seriedad consiste en fruncir mucho el ceño cuando se sale en televisión, se está trasladando a la gente. No sé si tiene que ver con el cabreo producido por esta pandemia, pero cada vez se observan más gestos hoscos, más tendencia al control del vecino (acuérdense de la ya famosa ‘policía de balcón’), más irritación ante cualquier cosa, la que sea. Es muy peligroso que triunfe ese gusto por la perpetua sensación de ofensa. Si hay algo grande en la historia de la humanidad es el humor popular, la broma infinita de la gente, a menudo, claro, sobre el poder y sobre los que quieren dictarnos, como en los peores tiempos, lo que es aceptable y lo que no. Conviene estar alerta, porque son muchas las amenazas que se ciernen sobre el humor en los tiempos de la cólera.
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