El grito de Munch o las pasarelas

Por Javier Carrasco

20/05/2020
 Actualizado a 20/05/2020
Arte urbano en los aledaños del Caño de Santa Ana. | MAURICIO PEÑA
Arte urbano en los aledaños del Caño de Santa Ana. | MAURICIO PEÑA
La ciudad se ajusta a una superficie dada como la piel al cuerpo, amoldándose a la sabía distribución de partes relacionadas entre sí –edificios, calles, plazas, jardines–, a la vez que inventa, o con el tiempo acaba suprimiendo, soluciones destinadas a salvar de algún modo las divisiones que se abren ante cursos de agua, vías de transporte, como el tren, que la recorren fragmentándola; soluciones que funcionan como puntos de transición –puentes, pasarelas– en la búsqueda de concretar su forma, su estructura reconocible y familiar entre otras ciudades. El puente, según el diccionario de la Real Academia, es una construcción de piedra, ladrillo, madera, hormigón, etc, que se construye sobre los ríos, fosos...; mientras que una pasarela es un puente pequeño o provisional.

León es una ciudad que cuenta con ejemplos que encajan con ambas definiciones en el caso de los ríos que confluyen en ella, pero queremos fijarnos en dos de las pasarelas que salvaban las vías de ferrocarril de la ciudad. Una, la que comunicaba el barrio de La Sal con la Avenida Astorga, ahorraba a los vecinos tener que desplazarse hasta el paso a nivel del Crucero para cruzar las vías de la antigua Estación del Norte. Nada de su diseño la distinguía, si no es que debía superar cierta altura y así salvar el tendido eléctrico que alimentaba los trenes. Desde ella se gozaba de una panorámica de la marquesina y de los andenes de la estación, de ese trazado de vías paralelas que discurría proyectada hacia el horizonte, hoy sin locomotoras y vagones que las recorran. Desde ella asistíamos al espectáculo de trenes estacionados en vías muertas, otros que llegaban o a punto de salir, que chirriaban o pitaban, la imagen de una realidad que despertaba cierta sensación de vértigo compartida con los viajeros, puntos afanosos, provisionales, en aquel espacio que permanecía oculto a las miradas de los que pasaban ante la estación y que, a los que cruzaban la pasarela en ambos sentidos, se brindaba como la escena de una película, sin grandes cambios pero atractiva de ver, a la que se dirigía una mirada rápida de reconocimiento, comprobando que todo seguía en su sitio, eterno en su fugacidad.

La otra, la que en el barrio de San Mamés se levantaba sobre la vía por la que discurrían los trenes que salían de la Estación de Matallana o morían en ella. De menor recorrido, ya que solo tenía que superar una vía, tampoco nada la distinguía de muchas otras pasarelas. Su sobria estructura, con barandillas sin ninguna concesión a la fantasía, permitía ver un tramo de la vía que se ofrecía a la vista como una estampa concordante con lo que se esperaba descubrir, los raíles discurriendo en líneas paralelas de una febril fijeza en su brillo acerado, insinuante, que hacía difícil separar la mirada de algo que tenía una carga hipnótica, insondable, hundida en nuestro inconsciente de potenciales suicidas, de personajes al borde de dejar escapar un grito como el de Munch.
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