21/06/2015
 Actualizado a 19/09/2019
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Siete de la mañana. Etílicas voces de unos tipos con peluca me despiertan abruptamente mientras un tubo de cristal rompe contra el suelo para hacer todavía más escandaloso el irreverente cachondeo. Es lo que perturba mi preciado sueño fin de semana sí y otro también. Qué le vamos a hacer. Consecuencias de compartir edificio, portal y ascensor con ese concurridísimo hostal con nombre de pabellón auricular (en plural). Habituales son las despedidas de soltero o soltera que se multiplican como una plaga del apocalipsis cuando aparece la época veraniega con sus calores térmicos y hormonales. Fantástico negocio para el citado establecimiento y también para los abogados matrimonialistas que se ocuparán de los posteriores divorcios. No todo va a ser crisis, oiga.

El caso es que una vez arrancado de los brazos de Morfeo, no me queda otra que abandonarme a los peligros de dar vueltas en la cama y a la cabeza. Preocupaciones nunca me faltan, y si fuera el caso, me las invento, que cuando uno ya se ha acostumbrado a vivir desazonado resulta muy difícil desengancharse. En esta ocasión, la inquietud es una vieja conocida, tan real y dolorosa como el abandono y castigo que sufre nuestra provincia desde hace décadas. Atendiendo a las juergas que escucho desde mi dormitorio, cualquiera diría que estamos en tierra próspera. Así debería ser, pero… Ya les sonarán los datos, supongo. En los últimos 50 años, León ha perdido en su censo poblacional más de 100.000 habitantes. Y lo que resulta todavía más demoledor. En 1960, la provincia albergaba a 41.000 mayores de 65 años. Hoy en día son más de 123.000. Otros, en cambio, suben como la espuma, gracias en parte al obligado desarraigo de leoneses que se casan aquí para después tener que trabajar y procrear en otros lugares del mapa nacional o internacional. Los jóvenes, con su talento y sus ganas, se nos van. Dentro de unos cuantos años, León será para ellos una palabra de nostalgia y recuerdo, el viejo hogar al que volverán para pasar sus últimos días o ser enterrados. Porque mientras unos celebran nupcias, nosotros sepelios. ‘Cuatro funerales y una boda’, ese debería ser el título para León de aquella famosa película de los años 90.

‘Distintas formas de mirar el agua’ es el libro en el que Julio Llamazares retrata con su certera pluma el drama de los pueblos que quedaron anegados por el embalse del Porma. Otro crimen. Dijo el escritor en una entrevista que «a los expulsados por los pantanos les robaron la esperanza». Resistamos.
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