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El corazón de las ciudades

25/05/2020
 Actualizado a 25/05/2020
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Las ciudades son elementos vivos que mutan con el paso del tiempo. A veces, los giros vertiginosos de la historia, o los acontecimientos puntuales, producen también cambios drásticos. Las ciudades se reinventan. Para resistir. Para no morir. Para rejuvenecer. Mudan de piel, se adaptan a los nuevos retos y necesidades, deben servir, como un traje, al cuerpo eternamente cambiante de las sociedades. Pero, al tiempo, en algunas ciudades como la nuestra, hay una vibrante historia que pugna por permanecer. Como los viejos usos y costumbres, como las viejas profesiones. Como esos lugares a los que queremos volver, y que deseamos que no cambien, que se parezcan a como los conocimos en la infancia.

Queremos sentir esa emoción de lo reconocible, la misma emoción que nos producen las viejas fotografías. Sí: es inevitable esa tensión permanente entre la tradición y la modernidad. León no debe perder esa pátina del tiempo. Las piedras, la rotunda expresión de la catedral dorada, las arquitecturas modernistas, el entorno medieval. La ciudad de otro tiempo se resiste a morir. Su viejo mapa se dibuja en nuestra mente, sus contornos, como un cuerpo vivo, mudando de piel para no perder el sueño de la juventud perenne.

Nada es más mágico que el delicado equilibrio de una ciudad. Cuando paseamos por sus calles, los recuerdos nos asaltan. Aquellos días en los que los coches invadían aceras estrechísimas. Los ciudadanos sorteaban los obstáculos en medio de la explosión del automóvil, acudían a las pequeñas tiendas en las que aún sonaba una campanilla al entrar. La ciudad tumultuosa de nuestra infancia recordaba a su manera el bullicio medieval.

Cuando éramos niños, sobre todo los que habíamos nacido en pueblos diminutos, la ciudad nos parecía un laberinto donde, sin embargo, nuestros padres se cruzaban con gente conocida. Nada estaba pensado para el paseante, pero nosotros no lo sabíamos. El concepto de ciudad se basaba en mostrar, precisamente, esa gran capacidad de juntar a miles de almas en un perpetuo ir y venir, un territorio de ocio y trabajo compartido, edificios que crecían con mayor o menor fortuna, intentando dejar atrás tiempos más dolorosos. Era, nos decían, la marca del progreso. Las fachadas empezaron a abandonar los colores pardos, el blanco y el ocre de días más humildes, las modas trajeron más luz y materiales nuevos, una nueva pulcritud en los locales públicos, pero el exterior seguía siendo un lugar donde los cuerpos luchaban en el bullicio, se pugnaba por el pavimento, los coches marcaban el progreso frente a aquellos días de carros y caballerías, el ruido no importaba, porque era la música de la actividad febril.

Recuerdo la ciudad así. Cada semana, llegábamos en el coche de línea, moviéndose por territorios polvorientos, pero anunciando un tiempo nuevo en el que todo estaría interconectado. Nos acostumbramos a la ciudad que empezaba a reventar las costuras de la vieja piel de las murallas. Desde entonces, incluso en este León a veces demasiado soñoliento, nada ha dejado de moverse. La modernidad se ha ido construyendo, la influencia europea se dejó notar (no cabe negarla, por más que haya negacionistas perpetuos), y todo ello a pesar de nuestro inveterado escepticismo. Ese descreer que tantas veces nos sume en la inacción. Es bueno conservar lo que deba ser conservado, pero nunca se construyó un tiempo nuevo desde el inmovilismo. Y ahora tenemos que construir, otra vez, un tiempo nuevo.

La pandemia nos ha dejado perplejos y asustados. Nos ha encontrado recuperándonos aún de la grave crisis de 2008, envueltos en una fragilidad económica que ahora, probablemente, será aún mucho mayor. Pero no hay período histórico que no suponga una oportunidad. Todo lo que sucede nos cambia en mayor o menor medida. Es posible que el virus, tan dañino, sirva para acelerar esas formas de vida que pasan por conceptos irremplazables, como la sostenibilidad. Aunque la pandemia no hubiera ocurrido, es obvio que hay que acometer cambios profundos en nuestra forma de entender el mundo.

Por eso es importante recuperar las ciudades para la gente. Recuperar el espacio, que ahora habrá que negociar según las normas de higiene social. El impulso modernizador viaja en sentido opuesto a aquella ciudad excesivamente bulliciosa y caótica que conocí, y a la que quise tanto. La ciudad en la que los coches, en pleno desarrollo, eran la marca fundamental del progreso. Aún no hemos perdido esa costumbre de llevar el coche hasta la puerta. Pero las ciudades se aventuran más allá de las murallas viejas, se abren en avenidas amplias y coloristas, que no compiten con la severidad histórica y la piedra gris, sino que la complementan.

En estos días ha vuelto la famosa polémica de la peatonalización de la arteria principal de León, o al menos la más popular, Ordoño II. Seguramente su carácter simbólico ayuda a que la polémica se mantenga. Hemos escrito sobre esto aquí otras veces, aunque parece más bien un tema de especialistas en urbanismo. Conviene echarle un vistazo a cómo han mudado de piel otras ciudades, también históricas, en el contexto europeo. A veces hay que mirar un poco más lejos, pero tampoco es mala cosa mirar cerca. Este periódico publicaba ayer un largo reportaje sobre las transformaciones que en las últimas décadas ha llevado a cabo la ciudad de Pontevedra. Conozco el caso de la ciudad del Lérez, que ha generado, yo diría, reconocimientos importantes. Es verdad que Pontevedra es una ciudad más pequeña que León (en torno a 90.000 habitantes). Y es verdad que su concepción urbanística, por su emplazamiento, poco tiene que ver con la nuestra. Pero desde luego posee un hermoso casco histórico asimilable al de León. Con todo, creo que León es, urbanísticamente, bastante más manejable. Así que tanto mejor.

Las polémicas sobre la peatonalización de espacios no son nuevas. Siempre existirán. En Compostela, en su día, generaron grandes debates: hoy seria inconcebible que su almendra no fuera totalmente peatonal. Pero el proceso no ha ido tan lejos como en Pontevedra, también es cierto. Hay que potenciar los aparcamientos periféricos al aire libre y generar espacios urbanos amigables, divertidos, empáticos, en los que el comercio se integre con naturalidad, como parte de ese contexto amigable. La ciudad moderna tiene que ser un entorno para la felicidad. Muchas urbes europeas se reinventan sin cesar en busca de la rehumanización y lo consiguen. Todos estos cambios forman parte de una nueva manera de vivir, que se impondrá con seguridad. El corazón de las ciudades tiene que latir con el corazón de los ciudadanos.
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