El barón Davillier y Lucillo

Por José Javier Carrasco

18/01/2022
 Actualizado a 18/01/2022
Detalle de la ilustración de un maragato. | GUSTAVE DORÉ
Detalle de la ilustración de un maragato. | GUSTAVE DORÉ
En uno de los viajes que hizo el barón Charles Davillier, caballerizo mayor de Napoleón III, por España, entre los años 1862 y 1873, en compañía de Gustave Doré, pasa por León. Davillier encontró la ciudad muy triste. De León viajaron a Astorga en ferrocarril. La impresión producida es peor aún que la de León. Le parece «una de las ciudades más miserables de España». De ella solo encuentra destacable su Catedral y el chocolate. Desde Astorga continuaron en tren hasta la localidad de Brañuelas, «un mísero pueblecito». Allí toman una diligencia que se dirige a Vigo. El paso por el Bierzo le hace exclamar: «Se creería uno trasportado a un rincón de Suiza o del Delfinado». Entre la decepción y la exaltación oscilaban las emociones que producía nuestro país a los viajeros románticos franceses que se acercaron a él – Alexaindre de Laborde, Prosper Mérimé, Theophile Gautier ... – en busca de un pintoresquismo que el inicio de la industrialización y la generalización de la práctica y racional mentalidad burguesa estaban desterrando de Francia. Las ilustraciones de Doré para el libro de Davillier aparecen impregnadas de ese exotismo. Como la dedicada a un arriero maragato, con su traje típico, el ancho sombrero, las bragas amplias, calzando botas, abrazado, con expresión orgullosa, a su carro de ruedas de madera mientras mira con aire incisivo a la izquierda.

Al puesto de Lucillo de Somoza, un pueblo maragato, próximo al Teleno, fue destinado mi padre en 1959. Allí permanecimos tres años. Parte de mis primeros recuerdos se relacionan con ese lugar. Allí empezó mi escolarización. Allí vi por primera vez una película. De la escuela recuerdo los trabajos en madera de los niños mayores, su bella factura, que atestiguaba una habilidad artesanal lograda y nada común. De la película, que era del oeste y a uno de los vaqueros oculto tras una roca, disparando. Volví a Lucillo a mediados de los ochenta en compañía de mi madre, una prima y su marido. Paseamos entre casas de piedra. Nos acercamos hasta la iglesia, situada al final de una cuesta. Traté de localizar el bar donde vi la película sin conseguirlo. Aparte de eso, no advertí muchos cambios. Solo, la falta de gente. De los alrededor de 460 vecinos de los años sesenta se había pasado a 160.
Ordenando los papeles de mi padre, encontré una nota del juzgado de paz de Lucillo, donde consta el depósito de 75 pesetas en concepto de alquiler por mes y medio de una casa en la calle Heiro, donde vivimos un tiempo. Busco el significado de ese término y encuentro que es una especie de duende de la mitología vasca que aparecía al lado de quien iba a morir. Según lo hiciera en la cabecera de la cama o los pies de esta, el enfermo moriría o se curaría. Probablemente ese nombre de una de las veintitantas calles de Lucillo nada tenga que ver con mi búsqueda. Un detalle demasiado literario para una vida tan prosaica como la mía.
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