18/07/2021
 Actualizado a 18/07/2021
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Ayer volví al árbol. El mismo árbol que vi tantos años de niño desde la ventana de mi habitación. A tiro literal de piedra, en ese extraño trozo de campo al lado de casa. El árbol al que me subía con Héctor y Emilio, a ver si llegábamos a los nidos que nunca alcanzamos, escondidos entre las hojas.

Qué hija de puta es la memoria. Cómo nos engaña y nos pone tiernos y luego se va, adiós tengo prisa, y te deja tirada cuando llega la nostalgia y saca la barra de hierro para alisarte las costillas. Lo pensaba ayer mientras miraba el árbol en el prado lleno de gordolobos amarillos. Aquellas alturas que hace ya tantos años me resultaban una proeza de alcanzar eran un salto, hop, tal vez asumible. En cualquier caso, no me dio por trepar, que uno puede ponerse sentimental pero es alérgico al dolor físico. Y al ridículo.

Recuerdo otras situaciones similares. Sobre todo, las que tienen que ver con un parque de una ciudad lejana que me parecía poco menos que el paraíso. Muchos años después, regresé al mismo lugar y lo único que me llevé fue cuatro patadas en el hígado que me propinó la señora añoranza. La estructura de varios niveles era una parte más de otro vecindario gris. Recientemente tuve que volver y la curiosidad me llevó a merodear de nuevo. Donde se desarrollaron los momentos más felices de mi infancia había ahora un yonki sentado en una silla plegable con el plumas y la música a todo trapo.

Me había prometido no ‘rajar’ de la moda actual de lo neorrural, pero que le den a ese Darío Prieto. Pienso en Nick Cave en el pseudo-documental ‘20.000 días en la Tierra’. Hablando con su psicoanalista, el músico recordaba su infancia en la Australia rural, cómo se iban hasta un puente sobre un río y se tiraban a él desde una elevación peligrosísima. Y se lamentaba de que sus hijos no pudiesen disfrutar de esa sensación de libertad debido a la sociedad urbanizada que lo controlaba todo. Tres años después su hijo Arthur se mató al caerse de un acantilado cuando tenía 15 años.

No quiero decir que el haber trepado al árbol de crío me autorice a dar leccioncitas a los que defienden que los niños deben hacer eso mismo: trepar a los árboles y fundirse con la Naturaleza y reconectarse con la Madre Tierra huyendo de las poluciones y las maldades de la ciudad. Los que sí pueden darlas, los que han mamado el campo y lo rural dos, tres y hasta 100 veces lo explican mucho mejor: se ríen. Se ríen como diciendo: qué malo es dejarse llevar por la perra nostalgia de las cosas que no se han vivido. Y de las que sí, también.
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