‘El año del francés’ y el constructor de maquetas

Por José Javier Carrasco

07/04/2021
 Actualizado a 07/04/2021
El escritor Juan Pedro Aparicio. | ICAL
El escritor Juan Pedro Aparicio. | ICAL
«Y es que nada había en la Plaza –la fuente de Carlos III, dorada por los siglos, los arietes estrechos y alargados, la pequeña pila del surtidor en el que bebían las palomas, las acacias enanas, los urinarios de estación con el palomar en el tejado– que no quedase atrapado por esa impresión irreal, a medias de fragilidad, a medias de belleza perfecta, propia solo de las miniaturas, como de esmalte de una porcelana», la ciudad vista por los ojos de una mujer enamorada, que se dirige al encuentro de su amante. «La plaza Mayor tenía una luminosidad de noche nevada. El cielo parecía visto por a través de un cendal en el que se juntaban dos resplandores. El de la luna nueva, más poderoso se imponía y caía casi de plano sobre el suelo arrancando destellos de nieve en adoquines y baldosas. En la plaza, ahora desnuda, palpitaban todavía los rescoldos del mercado: pegatones de berza, manchones de verdura, excrementos de conejo, de paloma y de gallina», otra plaza de esa ciudad, ahora vista desde la perspectiva de un poeta enamorado de esa misma mujer, sin esperanza. Juan Pedro Aparicio, como un constructor de maquetas, recrea con mimo la atmósfera, los escenarios provincianos donde se desarrolla la trama de la novela ‘El año del francés’, publicada en 1986. El escritor leonés, afincado en Madrid, distribuye los elementos que rescata de su memoria, les da luz y los puebla con personajes, que como las figuras de las maquetas se recortan complementarios a escenarios de los que aún hoy existen partes reconocibles, que perduran. En esa simbiosis, la del pasado y el presente, transcurre la vida de uno de los personajes de la novela, Álvaro, el escritor que se desdobla en un poeta de la Edad Media para hacer más soportable su miserable existencia de vendedor de lencería, torturado por el recuerdo de la mujer que amó. Atado a su pasado, incapaz de abandonar la ciudad, Álvaro la fantasea. Juan Pedro Aparicio que recupera con su novela, desde Madrid, la memoria de León, la ciudad que le vio crecer, se desdobla también como Álvaro en el ejercicio de su memoria, fiel al paisaje urbano que describe con notas realistas, teñidas por la nostalgia, y fiel a unos personajes descritos con rasgos expresionistas, que los vuelven excepcionalmente elementales en sus resortes, unas existencias que gravitan en torno a la sexualidad, en el caso de los amigos de Álvaro, y la de aquellos que se sitúan frente a ellos movidos por una motivación esencialmente de medro social, de adaptación al medio de una ciudad conservadora, represiva. Esa parece la suerte tanto de los que están atrapados por la ratonera de la vida provinciana, como la de los que logran escapar de ella, desdoblarse en un espejo, vivir otras vidas como sucedáneo de la propia: regresar de noche a casa «al otro lado del río, en el corazón de las tinieblas» como le sucede a Álvaro al final de la novela.
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