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El año de la alegría

30/12/2019
 Actualizado a 30/12/2019
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Creo que hace dos o tres semanas les hablé de una larga entrevista que mantuve con el escritor Manuel Vilas, la segunda en apenas un año y medio. Aquella mañana, como ya escribí aquí, estaba dedicada a los premios Planeta, y ya desgrané, también en estas páginas, la parte que correspondía a la charla con Javier Cercas, con el que he tenido la inmensa suerte de compartir confesiones literarias en varias ocasiones en los últimos años. He querido dejar, sin embargo, las impresiones y las palabras de Vilas para este último día del año, para el que quedan apenas unas pocas horas. Su prosa, envuelta en una emoción irrefrenable, pero al tiempo dulce y elegante, íntima, sobre todo, la prosa de un poeta, me parece perfecta para preparar este último día del año, para sortear esta ficticia frontera del tiempo, tan ficticia, por otra parte, como todas las fronteras que existen.

La verdad es que dejar atrás los últimos doce meses, tan incómodos y frustrantes, es algo que debería producirnos una gran satisfacción. La sensación de que nos quitamos un enorme peso de encima. Una mirada hacia atrás, incluso más allá del último año, nos resulta aún más decepcionante. No me refiero estrictamente a la política, sino al ambiente que respiramos, al aire que nos abraza (y no sólo el aire contaminado, que nos abraza también y nos ahoga). La vida se ha vuelto profundamente antipática, las relaciones humanas se han complicado, el enfado y la ira parecen instalados en casi todas partes, hasta el punto de que algunos consideran que el aire adusto y el ceño fruncido a todas horas es una estética del momento, en la línea del gusto punitivo, la altivez, la autocomplacencia y el lenguaje intimidatorio y chulesco que tanto se estila. Cuesta creer que hayamos mejorado y que estemos en un momento de la civilización en el que llegan al rescate las generaciones mejor preparadas. Tal vez sea cierto, pero la pregunta es si esa preparación técnica, o tecnológica, tiene su contrapartida en una verdadera preparación humanística. O simplemente humana. Algo se ha perdido por el camino, no tengo dudas. En los últimos años el cabreo parece la norma, lo que ha derivado en un cierto neoautoritarismo pretencioso, bastante puritano, por cierto, del que quizás aún no somos conscientes del todo. Pero lo seremos en el futuro.

Me dirán qué tiene que ver todo esto con la figura de Manuel Vilas, y con la conversación que mantuvimos al poco de publicarse ‘Alegría’, su última obra. Tiene mucho que ver, o al menos eso es lo que pienso. Para empezar, estamos a punto de entrar en los años veinte del siglo XXI (algunos consideran que no entraremos hasta 2021, pero eso es lo de menos: 2020 es un número demasiado perfecto como para dejarlo pasar). No venimos afortunadamente de una gran guerra (aunque sí de muchas guerras locales y otras soterradas), ni es deseable recordar aquí la terrible crisis que sobrevino en los años treinta. Prefiero pensar en la locura un tanto inconsciente que fue creciendo durante los ‘happy twenties’, en la alegría desbordante que quiso poner la vida (¡siempre tan breve!) por encima de cualquier otra cosa. ¿Seremos capaces de volver a pensar así? ¿Dejaremos de lado lo que nos sobra, lo que nos detiene y nos hace perder el tiempo?

Todo este enconamiento de las sociedades actuales, esta amargura, esta ira, este aire viciado, debería evaporarse y sustituirse cuanto antes por aquello que nos aleje del resentimiento, por una visión del mundo opuesta a la que ahora parece triunfar, es decir, esta visión oscura, simple, pueril, dominada por la polarización y el maximalismo, por la recompensa inmediata, sospechosa de todo y odiadora de mucho. El gran triunfo de la modernidad sería reconstruir la alegría de la vida en común, lo que supone restituir la confianza y renegar de quienes crecen amparados en la negación constante. Y reconstruir, aún más, la alegría íntima, la más cercana, que estalla en momentos en los que nos reconocemos en los otros, en los que al fin comprendemos la equivocación que supone dejarnos dominar por las sibilinas imposiciones que nos amargan, los autoritarismos mal disimulados que recelan de la risa como una herramienta liberadora, y que confunden seriedad con severidad, mal humor y comportamiento hosco y desabrido.

Manuel Vilas obtuvo un gran triunfo con ‘Ordesa’, un libro que nos hizo llorar a muchos, al recordar el amor de los padres, los días de la infancia. Era un libro sobre la pérdida, sobre lo que no puede volver, salvo quizás, a través de la memoria. Pero ahora, Manuel Vilas parece haberse desprendido de la nostalgia y del dolor, o quizás ha logrado que todo quedara atrapado en aquellas hermosísimas páginas de ‘Ordesa’, y ha regresado con ‘Alegría’, que es como el ‘making of’ de la vida nueva tras las batallas pasadas, el descubrimiento de una verdad que ya no puede ser destruida, pues se halla en lo diminuto, en las iluminaciones de la vida. «Lo que he aprendido es que lo que necesitamos es alegría», me dice Vilas. «No felicidad, esa palabra que se impone hoy en las conversaciones. La alegría no es lo mismo que la felicidad. La felicidad me parece de cartón piedra, y a veces rezuma cierta vanidad. Pero la alegría es más humilde, más sencilla y más atávica. Y más difícil de comunicar. La felicidad es convencional. Eso es lo que pienso. El personaje de mi novela está obsesionado con la alegría. El triunfo en la vida, piensa mi personaje (que no es exactamente yo, aunque esto sin duda lo firmaría), es estar vivo. Levantarse por la mañana, que el sol esté allí, y que le quieran sus hijos. Yo estoy muy obsesionado con el amor incondicional. Todo el mundo tiene derecho a haber sentido el amor incondicional alguna vez. Y yo eso lo encontré en el amor de los padres», explica. Por eso, mientras descendemos en este vuelo extraño hacia la superficie de 2020, envueltos en turbulencias y dudas sobre la pista de aterrizaje, quiero desearles dos cosas. Una, que sueñen con unos años veinte locamente divertidos, que rompan con las estrecheces de nuevas ideas controladoras, que abran las puertas de la libertad y se lancen hacia una vida creativa, emocionante. Y dos, que sigan el consejo del gran Vilas. Por eso hoy, a unas horas del nuevo año, no les deseo felicidad. Les deseo alegría. En cada uno de los días de su vida. Alegría contra el miedo y contra el clima desabrido y contra la siembra del odio. Que 2020 nos traiga, simplemente, alegría. Es todo lo que necesitamos. Lo que nos merecemos. Como decía José Hierro, que inspiró a Manuel Vilas: lleguemos por el dolor a la alegría.
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