El abandono no perdonó

Las intensas lluvias del pasado abril calaron hondo en el tejado de la torre de la Iglesia de San Pedro Apóstol de Valdefuentes, un núcleo de población perteneciente a Valderas. La cubierta no aguantó la embestida del tiempo y tampoco la del olvido. María, vecina del municipio, mira aún con una sonrisa hacia el templo: "Es precioso, ¿verdad? Ojalá hagan algo"

T. Giganto
17/05/2020
 Actualizado a 17/05/2020
María tiene 84 años y siempre ha vivido en la localidad de Valdefuentes donde ahora duermen a diario seis personas. | MAURICIO PEÑA
María tiene 84 años y siempre ha vivido en la localidad de Valdefuentes donde ahora duermen a diario seis personas. | MAURICIO PEÑA
El santo y seña de la vida en Valdefuentes son las hierbas y flores silvestres que crecen aquí y allá en sus calles, salvajes que se adueñan de cada rincón no transitado en primavera y que tornan verde un paisaje que el resto del año es de ese marrón del barro que se vuelve dorado al atardecer. Aquella casa cuya puerta está libre de maleza, tiene vida. En las que se amontonan los hierbajos que brotan hasta de sus quicios, no la hay. En su iglesia de San Pedro Apóstol, la puerta es un mar de colores. Margaritas silvestres, amapolas, gramíneas, dientes de león, cardos y malvas decoran los pies de un templo al que no perdona la primavera. Tampoco el olvido. Las abundantes lluvias del mes de abril calaron hondo en el tejado de su torre que no pudo más con el peso del abandono y se vino abajo dejando a la estructura desprovista de techumbre y poniendo aún más en evidencia las grietas que van abriéndose paso entre la historia de sus muros. Estos cuentan la grandeza que tuvo el edificio como también la cuenta María, una vecina octogenaria de la localidad. «Es preciosa, ¿verdad? Ojalá hagan algo pronto. Es una pena que tengamos así una iglesia que dicen que es de arte románico y que alberga a nuestro patrono que es San Isidoro», cuenta mirando a la iglesia desde la zona baja del pueblo y sorprendida de que alguien se interese por Valdefuentes. Al abandono también se puede uno acostumbrar.

«Hará cosa de un mes que se vino abajo, una auténtica pena», lamenta María que siente ver así la iglesia a la que ha ido desde niña. «Nací aquí, aquí me crié y aquí viví siempre con mi marido», cuenta al tiempo que esboza una sonrisa amable mientras sostiene una picona con la que se dispone a quitar las cuatro hierbas que han nacido junto a la puerta de su casa. «Con este tiempo que tenemos crecen mucho y hay que quitarlas porque mira, se apoderan de todo», dice abriendo los brazos queriendo señalar cuanto la rodea que básicamente es barro y hierba. Siguiendo por la misma calle está Jesús, el hijo de María. Vive en el cercano Valderas pero en Valdefuentes es donde ejerce como pastor de un buen rebaño de ovejas. Deja atrás la labor del arreglo de un latiguillo de su máquina telescópica y entra rápido en conversación. Cuenta que al llegar cada día a las puertas de la majada mira hacia la torre como un gesto de cotidianidad, como para saber que sigue en su sitio. Pero a veces uno ve sin mirar y fue lo que le pasó a Jesús, que llegó a la majada hace un mes, vio la torre en su sitio pero fue su hijo el que le alertó sobre la caída del tejado. «Esto no puede ser, ¿no sabes? Tenemos falta de que vengan y se pongan manos a la obra y lo arreglen porque hemos ido a menos, a menos y a menos...», lamenta el pastor que guarda buenos recuerdos de las romerías de San Isidoro que se celebraban en el pueblo, una fiesta que ya no es tal y que viene a demostrar la decaída. «Yo era un chaval de aquella y no veas la armonía que había en aquella fiesta y la de gente que venía», recuerda. – ¿Cuánto cambió Valdefuentes?– ¡Buf!, dice agachando la cabeza como queriendo hacer cuentas de lo que había y ya no hay, o mejor dicho, de quienes estaban y ya no están. A los que viven los enumera al detalle con nombre y apellidos mientras se apoya en la puerta de la nave con la misma mano con la que sostiene un cigarro encendido que se consume solo. No es difícil echar la cuenta y salen seis personas que duermen a diario en el pueblo y unas veinte las que andan habitualmente por él. Y en esto aparece Félix con el coche, uno de los que dejó atrás Valdefuentes para trasladarse a vivir a Valderas cuando se jubiló. Muy dicharachero no necesita bajarse de la furgoneta para unirse a la conversación. «¡Uy, hija! Esto está hecho una pena», dice antes de emprender camino de nuevo tras contar que él no falta a su cita diaria con su pueblo para mantener la casa abierta y trabajar su huerto.

Valdefuentes es un núcleo de población que pertenece al Ayuntamiento de Valderas pero no tiene ni la calificación de pedanía, aunque en tiempos sí que llegó a tener Junta Vecinal «y hasta escuelas», habiendo llegado a contar en su censo con un centenar de habitantes a principios del siglo XX. Hoy está calificado como «núcleo en fase de abandono» allí donde la frontera de León está ya próxima a Valladolid como bien incide María: «Somos el último pueblo de León». Pero en su buena intención se refiere a los límites de los mapas y no al hecho de que no tengan ni asfalto ni alumbrado público. Son los habituales los que se han puesto manos a la obra en más de una ocasión para echar zahorra con la que hacer más transitables las calles. «Esa casa de ahí caída, la otra también, y aquella, ¿la ves? Eso ya es de gente que se fue hace tiempo y nada ya...», comenta Jesús.

Aprovechando precisamente que en Valdefuentes no hay asfalto, el pastor se agacha y dibuja con su dedo sobre la tierra el plano de la iglesia para explicar su deterioro. Mientras traza líneas, viaja por el tiempo para explicar cómo ha ido cambiando el edificio del que levantaron una pared en 1955 para convertirlo en frontón. La explicación acaba un mes atrás, con la caída del tejado de la torre, la última embestida al patrimonio de Valdefuentes que sigue clamando por una intervención que garantice su futuro.

María acaba de quitar las hierbas de la puerta de casa para dejarla impecable con un brío y una vitalidad que no son testigos de su edad. Jesús vuelve a echarle mano a la máquina para acabar la reparación y Félix va dejando una nube de polvo al alejarse. El sol calienta como solo hace allí donde el cereal de secano encuentra el mejor terreno al que arraigarse como también le pasa a la maleza que brota del olvido de las casas cerradas. En el retrovisor se aleja la iglesia de San Pedro de Valdefuentes donde en su interior reposa el patrón, San Isidoro. Espera un milagro: salir del abandono.
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