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Economatos y reyes

05/03/2021
 Actualizado a 05/03/2021
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Hubo un tiempo en que Fabero del Bierzo era un pueblo apartadizo del mundo capitalino. En el había dos economatos, propiedad de Antracitas de Fabero (AFSA), los más notables desde mi infantil consideración en la que, sin duda, pesaba mucho el hecho de que los pertenecientes a otras empresas tales como Combustibles de Fabero o Antracitas de Marrón apenas los conocía. Entre los dos anunciados destacaba uno en la parte alta, más exitoso y completo, pues a los alimentos había que añadir otros productos como ropa y juguetes con una muy especial tirada cara a Reyes, que entonces no se conocía al panzudo Papá Noel con sus duendes navideños. El existente en la parte baja sólo contaba con alimentación. A mí me gustaba acompañar a mi madre al primero, si bien previo a la visita pasábamos por la oficina de Afsa a sacar crédito con una pequeña libreta color azul claro donde un señor llamado Palatino nos atendía muchas veces. El mismo hacía unos números muy bonitos que yo tardé en descifrar. Luego , caminando siempre, nos dirigíamos allí. Mi madre, muy hábilmente, solía comenzar por la sección alimentaria donde yo no mostraba apenas interés por nada, o casi, salvo por la ceremonia del aceite en la cual un empleado con bata azul de algodón manejaba un artefacto o artilugio extraño que atrapaba toda mi atención para rellenar el recipiente llevado de casa, generalmente un garrafón pequeño. Con los años llegó a mis oídos que dicho aceite era andaluz, pues el dueño de la empresa Diego Pérez Campanario, repetía la gente, poseía un olivar enorme llamado Campanario, otros iban más allá y mencionaban un cortijo gigantesco. En cualquier caso dicho aceite provenía de Montoro, Córdoba, el cual llegaba a Fabero en un camión fantástico pero lento. En fin, concluida la ceremonia aceitera, lo único atractivo para mí en tal sección, me entraba una prisa incontenible, loca por pasar a la sección de tejidos, telas o retales, medidas con un metro de madera y juguetes. Acto seguido íbamos a esta última, la de tejidos, retales, algo de confección y juguetes en la cual nos recibía atentamente una joven atractiva, simpática, también con una bata azul de algodón como la de los demás compañeros a quien llamaban ‘La chica del 17’. Ahí sí, ahí la preparaba yo, aunque me valía cualquier muñeca rubia con melena de las existentes en el segundo estante, pero nada. Mi madre que no y que no, que eran muy caras, que no se podía. Mientras yo le espetaba: No me la compras porque no quieres, si aquí no se paga. Junto a este economato se detenía la línea de baldes que transportaba el carbón antracita haciendo un alto en el poblado minero de La Jarrina (mi familia vivió allí, ‘a pie de explotación’, sobre dos meses), ubicado en pleno monte próximo a Lillo del Bierzo. Muchos pobladores aprovechaban para colocar sobre el carbón la mercancía adquirida, más barata, con mucho, que en las tiendas existentes en el pueblo. Así regresaban más aligerados a casa.

Como digo, yo no iba casi nunca al economato de abajo, por el contrario, Fernando, mi hermano, iba a diario a la salida de la escuela con la tarjeta específica a buscar el pan. Por el camino de regreso a casa para frenar el hambre junto con otros muchachos del barrio le daban a una de las hogazas, totalmente irreconocible.

Por Reyes mi madre, a espaldas mías, claro está, solía comprarme una de las muñecas rubias de dicho economato y una cocinita con unas cazuelas más unos platitos de metal. A veces también una hucha. Sin duda con la última pretendía iniciarme en el ahorro. Sin embargo poco podía economizar yo cuando entonces no había propinas ni pagas semanales. No obstante la escasez éramos felices. La propia vida nos enseñaba a serlo con poco. Bastaban unas pipas o unos chicles o en las Fiestas del Corpus, las más importantes, un sabroso par de helados de cucurucho pequeño adquiridos a los heladeros procedentes de Ponferrada que nunca faltaban con sus carritos.
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