07/03/2019
 Actualizado a 18/09/2019
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El hombre, como especie, sólo tiene una misión: pasar los conocimientos adquiridos a sus descendientes. Lo ha hecho desde que bajó de los árboles y aprendió a manejar el dedo gordo de la mano, primer y transcendental logro en la evolución. Al principio pasaban miles de años hasta que creaban algo nuevo y útil; luego, cuando se hicieron sedentarios y domaron al hambre, domesticando a otros animales y a las plantas silvestres, cada nueva generación recibía miles y miles de datos nuevos de la anterior y, así, lograban una vida más fácil y más longeva. En nuestro tiempo la cosa alcanza niveles inimaginables hasta hace bien poco tiempo. Y no nos extraña que un niño de tres años maneje un teléfono móvil con una destreza superior a la su abuela. Pero está claro que ese niño no podría navegar por Internet o llamar a su familia si antes alguien no hubiese inventado el famoso teléfono, si sus padres no estuviesen todo el santo día con él en las manos o si este sistema capitalista que padecemos no hubiese creado el caldo de cultivo de una ‘demanda’ exagerada para que todos picásemos como truchas muertas de hambre. Sin embargo, y a pesar de todas las reticencias que tengamos, todas ellas por demás legítimas, es cierto y verdad que el teléfono móvil es un invento cojonudo, por muy mal que lo utilicemos, y es algo que nos hace la vida más fácil. Este es sólo un ejemplo. Hay un millón más y casi todos ellos tienen que ver con la ciencia y la tecnología y esto no es tan bueno. El sistema educativo español, (todo él tan malo cómo podáis imaginar), hace cada vez más hincapié en las asignaturas de ciencias, premiando a los alumnos que las eligen y ‘masacrando’ a los incautos que tienen veleidades humanistas. Estudiar historia, geografía o filosofía es, casi, un deshonor, el refugio de los torpes. Hace ya unos años que un ministro de Educación, (me da igual su nombre y a qué partido pertenecía), quitó la filosofía de los planes de estudio. Es, evidentemente, otro gran error de nuestro sistema educativo. La causa de que la cultura griega fue tan importante no son sus monumentos, sus esculturas, sus pinturas... Fue sobre todo importante por qué con ella el hombre aprendió a dudar. Dudó de sus dioses, de sus héroes, de la visión que habían impuesto del mundo los ‘inmovilistas’, o sea, el poder. Cualquier poder duerme a pierna suelta si no se le cuestiona y eso produce una parálisis social con la que se encuentra como pez en el agua. La cosa se desmadra si alguna fuerza social encuentra argumentos para cuestionarlo. En Grecia fueron los filósofos el detonante de todos los cambios; cambios casi todos ellos perdurables, puesto que han llegado hasta nosotros. Como dice el filósofo coreano-alemán Byung Chul Han, «la filosofía es la mecha que prende las revoluciones». Y es cierto. Detrás de la revolución francesa estaban Rosseau, Voltaire y Montesquieu; Detrás de la rusa, Marx y Engels; sin sus ideas, estos dos cataclismos que cambiaron el mundo, no se hubieran producido.

En nuestros tiempos todo parece parado, muerto, cómo si una helada terrible hubiera quemado nuestra capacidad de sorpresa, nuestras esperanzas, nuestras dudas sobre por qué el mundo funciona de la mala manera que lo hace. Y olvidamos, así, nuestra principal tarea como hombres: dejar a nuestros hijos y a los hijos de sus hijos, un mundo mejor y mejores conocimientos en todos los ámbitos. ¡Claro que son importantes los coches eléctricos, los ordenadores, los robots, los avances en la lucha contra las enfermedades, que haya comida para todos los hombres! Pero también lo es luchar contra una sociedad dónde los pobres son cada día más pobres, dónde tener luz en casa se está convirtiendo en un privilegio, dónde los trabajadores han perdido la capacidad para organizarse contra el empresario depredador y capitalista, dónde sólo falta que el poder tenga la suficiente fuerza para adormilar al pueblo con el ‘Soma’ de Aldous Huxley de ‘Un mundo feliz’. El poder, cualquier poder, tiene como objetivo el crear una sociedad sin disidentes. Da igual que sea una dictadura de derechas o de izquierdas, un democracia o una plutocracia, una monarquía absoluta o una república bananera. Su objetivo, en todo caso, es el mismo: no tener oposición a sus intereses, gobernar con más palo o con más zanahoria y esto sólo lo consiguen eliminando a los que tienen dudas, a los que no se conforman; eliminando a los disidentes. Puede que hayamos evolucionado tanto que ya no sea necesario hacerlo físicamente, como hacían los nazis o los comunistas, pero siguen haciéndolo. ¿De que manera lo logran? Haciéndonos creer que todos somos iguales, que la sociedad está uniformada, que ya no existen estridencias. Es mentira. Recordad a Orwell: «Todos somos iguales, pero unos son más iguales que otros».

Salud y anarquía.
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