28/01/2016
 Actualizado a 19/09/2019
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Vamos a contextualizar el asunto, imagínese a un político español, con aspiraciones a la presidencia, decir en un mitin mientras apunta con su dedo índice al público allí presente: «Podría disparar a gente en la Gran Vía y no perdería votos». Me resulta imposible hacer tal elucubración y pensar en las consecuencias de dicha frase. Cambiando la Gran Vía por la Quinta Avenida, esa fue la sentencia pronunciada por Donald Trump, candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos.

Uno no sabe qué es lo más grave: si decirlo, que realmente tenga el convencimiento de que lo que dice es cierto o que, de llevarlo a cabo, fuera cierto que no perdiese votos. Pasando por alto el hecho de que, de disparar a todo quisque en la Quinta Avenida, terminaría en el talego, la suerte que tendría es que, en el estado de Nueva York, aunque la pena de muerte no está abolida, fue declarada anticonstitucional en el 2004 por el Tribunal Estatal de Apelaciones. Lo cual, a los efectos, viene a ser lo mismo que estar suprimida.

Trump, ex ‘showman’ televisivo, es un fenómeno en sí mismo. Al inicio de su carrera por ser el candidato republicano a la Casa Blanca, nadie apostaba un solo dólar por él. Pero su discurso, apoyado en el miedo y la paranoia, ha ido allanando el camino hasta convertirle en el preferido en los sondeos. Su mensaje se centra en el peligro que suponen los inmigrantes latinoamericanos indocumentados, los terroristas islamistas (sobre esto no hay duda alguna, otra cosa es el uso demagógico del argumento) y los acuerdos de libre comercio con China, lo que conllevará, a su juicio, la pérdida de empleos estadounidenses. Hay decenas de episodios a lo largo de la historia estadounidense en los que el miedo se apoderó de sus ciudadanos de un modo casi incomprensible.

Trump le da a todo lo que se menea: a Obama, a Hillary Clinton, a los rivales de su partido, a los periodistas (a los que califica como los peores seres humanos que conoce), incluso a Wall Street, que para eso financia completamente su propia campaña sin permitir influencias de ningún tipo. En sus discursos no lleva guión en el que apoyarse y suelta lo primero que se le viene a la cabeza. Lo que hundiría la carrera de cualquier político, a él le refuerza. Muchos hombres blancos de la América profunda, trabajadores de entornos rurales (conocidos despectivamente con el sobrenombre de ‘redneck’, rojo era como se les quedaba el cuello), racistas y defensores a ultranza de la segunda enmienda (esa que otorga el derecho a portar armas), sienten que el país se les escapa de las manos.Trump es el único que les comprende y habla de manera honesta.

Donald Trump, definido por el especialistas como un narcisista extremo, esos que carecen de empatía hacia los demás; cada día está más cerca de ser el hombre más poderoso del planeta. Muchos estadounidenses no entienden qué está sucediendo. A mí, a una escala más modesta, me pasa lo mismo con este país.
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