Don Brindis

Arrimado a la lumbre baja, el pote de tres patas, de un tamaño sobrado para saciar a Gargantúa

Casimiro Martinferre
09/02/2015
 Actualizado a 16/09/2019
Don Brindis
Don Brindis
Lo encontré asomado al zaguán. El personaje parecía contemplar el mirífico entorno, sotos de castaños en las estribaciones de una muela blanca, con las entrañas de mármol, wólfram y oro, de manantiales tan mineralizados que conferían a los prados un verdor fosforescente. Pero toda esa belleza debía tenerla muy aprendida, más bien estaría en cuitas. Al fijarse por fin en mí, en el semblante meditabundo le asomó un gesto amigable. Tengo la teoría de que vaya donde vaya,inspiro entre conmiseración y risa.

Don Brindis aguardaba la hora de comer. Conversamos unos minutos, tras los cuales fui convidado. En la casa, el ambiente austero de quien desdeña vanidades. Arrimado a la lumbre baja, el pote de tres patas, de un tamaño sobrado para saciar a Gargantúa. Entre borbotones, sobresalía la pezuña de un gocho. Por turnos cronometrados subían a la superficie chorizos, morcillas, tocino; tras ellos sacaba la cabeza un pollo casi vivo, encargado de cacarear el nuevo turno. Inmortal pote, había bullido cada día en vida de su abuela, infatigable en vida de la madre, aún seguía bullendo. Nos sentamos en sendas banquetas, también de tres patas, al borde de la lareira. El plato hondo sobre las rodillas, por dos veces a rebosar. Manzanas, café, aguardiente. Saqué dos puros, y aunque no es aficionado, supo defenderse.

Cuando el hombre está a su albedrío, se despreocupa de bobadas. La existencia pseudomística concede licencias que de haber capitana erradicaría, como retrasar la colada, no airear el jergón, fregar en seco la vajilla. Sin mediar capitana, uno puede dedicarse a lo importante, cuidar de los animales, del bancal con sus papas y berzas, echar la siesta, bajar al Caribe una o dos veces por mes.

Sigo preguntándome cuáles son los límites de eso que han dado en llamar España Profunda. Cuanto más penetro en el territorio, cuanto más inquiero el sentir de las gentes, más se difumina tal frontera peyorativa. Todo aparece confuso, hasta el rimbombante sambenito ha sido plagiado de estudios extranjeros. La España real significa, por muy escondida que esté, mucho más que unas pocas observaciones clericales, teledirigidas. Para ser ecuánimes, la verdadera España Profunda, sórdida herencia feudal, ha sido y sigue siendo la de sus políticos. Desde un primer momento los lugareños, siendo inocentes pues nunca les permitieron elegir destino, fueron declarados culpables de idiosincrasia, acallándoles valores morales para ensalzar únicamente lo morboso.

¿Hasta qué punto hubiera pagado yo con la misma moneda a don Brindis, cuál es el recorrido de mi hospitalidad hacia el extraño? En la actual sociedad globalizada, tejemos un cielo protector con alambre de cuchillas para disuadir al congénere. Nadie hace nada por nadie. Falso altruismo, todo tiene precio. La verdad aparente, la bendición, el estatuto, encubren negocios. Apartamos la vista, tapamos la nariz, no escuchamos. Corremos luego a encerrarnos en jaulas de oropel, y al echar las siete llaves quedamos a solas con nosotros mismos, hiena que ha de triturarnos.

En el apretón de manos del adiós, el anfitrión intentó pasarme un billete de cien pesetas, como tributo al costo de la busca. Le regalé la cajetilla de Cigarrera. Prometí escribirle, prometí unas copias en papel baritado, prometí volver. Jamás cumplí las promesas.

Mosteirós, febrero de 1990.
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