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Don Antonio G. de Lama

11/02/2019
 Actualizado a 18/09/2019
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El pasado día 2 de febrero se cumplió el quincuagésimo aniversario de la muerte del sacerdote, oriundo de Valderas y residente en León ciudad, Don Antonio González de Lama, (1905-1969) al que muchos consideramos cómplice e impulsor del movimiento literario provincial que ha ido creciendo hasta ser hoy uno de los más interesantes del panorama español. Y este cronista, que tuvo la suerte de tenerlo como profesor en el Seminario Mayor, frente a la catedral, en los años de su mocedad, y posteriormente, en su primera juventud, como asesor en la revista de poesía Claraboya (1965-1968) le rinde aquí homenaje de eterna gratitud.

Y lo hace sin paliativos, sin reservas, sin disculpas, sin más razón que la que le otorga sentirlo como aquel maestro, en el más amplio sentido, y al que hubo de sustituir muy pronto, a su muerte en 1969, por otro maestro, esta vez mucho más joven, que fue su amigo del alma, ya fallecido también, Agustín Delgado García, el más grande de su generación.

El cambio resultó, pues que Don Antonio, en sus postreros años, y menguado por el tabaquismo y el maltrato (sí) de una sociedad civil y de otra sociedad nacional-católica abanderada por un prelado hostil, ya no trataba de enseñar, y se limitaba a sobrevivir arropado por sus amigos presentes, como los otros Antonios, Pereira y Gamoneda, tal vez congratulándose de que tanto los de su generación como los de la siguiente, lo consideraban a él como un faro en el proceloso mar de las letras españolas, cuyas olas llegaban a aquel León con una cierta virulencia.

El cronista ‘habla por él’ y, sabiendo más de lo que está dispuesto a decir, quiere dejar por escrito que nosotros, los Claraboyos, al menos Delgado y él, siguieron viendo en Don Antonio al típico sabio que dice, al estilo machadiano, su doctrina, sin pararse en inconvenientes ni peligros ni miedo a las represalias que conllevaba su estado sacerdotal, del cual hacía un uso poco acorde con el que se acostumbraba en el tiempo que le tocó vivir.

Sus enseñanzas en materia literaria, enjuiciando correctamente a los clásicos, a los modernistas, y a los camuflados y parapetados en las trincheras del poder, nos permitía esquivar peligros y sortear dificultades, y eso, a aquella edad, resultaba impagable. Otra cosa es que su visión del mundo literario fuera la adecuada para ‘triunfar’ pues enseñaba a huir de premios y reconocimientos, y casi todos los ismos le producían urticaria. Y lo de leerlo todo, pero todos los días a Virgilio, era dogma para él. Y el cronista tuvo la suerte de leerlo en latín.
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