Diseño del adiós

23/07/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Tal vez lo había hecho ya para pedirle matrimonio a Ana. Sería el día D a la hora H, cogidos de la mano…y cada detalle con un embriagador olor a flores. La perfección premeditada se repetía por segunda vez en su vida, pero marcando el paso hacia otro final. José había subrayado en un calendario su último día y sabía cómo iba a ser cada segundo. Lo fue masticando al tiempo que la esclerosis se lo comía a él. Cogeré el vaso y lo bebo…hasta que me duerma. Lo relataba por adelantado, con la misma premeditación con la que había levantado los cimientos de su adiós y había pedido que su testimonio se guardara hasta que él hubiera dado el no quiero. Con el lamento de tener que buscar subterfugios legales aún y la pena de que el catolicismo de su padre no dejara tampoco hueco para la comprensión, se fue en paz, aunque solo. Sus hijos y Ana le habían dado su plácet cuando se lo pidió, porque el dolor había reventado su sonrisa en mil pedazos. Creían en su reflexión y en la necesidad de respaldo, al menos en esa esquina familiar donde todos se hacen uno. No se traicionó a sí mismo y cumplió con el subrayado, con miedo, solo, y explicando al mundo los porqués de una decisión que, en la teoría, se quedaba en su parcela. Solo uno decide despedirse cuando cree prudente marchar, aunque, en la práctica, las rejas sociales marquen que el dogma es no elegir, sino esperar. Y si las lágrimas queman o ahogan, es de ley soportar. José fue arquitecto de su fin cuando la ceguera de la calle, le dejaba un territorio a oscuras. Y diseñó la despedida a la luz familiar, una semana antes del rojo rotulado sobre julio. Hubo risas sin cuestionar, llantos que se conocían entre sí. Hubo última cena y canción a la eternidad. Pero sobre todo hubo generosidad y respecto, enseñanza y aprendizaje y símbolo de un futuro abierto a elegir si quiere ser o no. Por todos los Josés.
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