Maximino Cañón 2

Dicen que murió un cazurro

30/08/2022
 Actualizado a 30/08/2022
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Tendría unos veintitantos años cuando, al regresar licenciado de cumplir con la patria, y ante la frustración que me acompañaba por no saber escribir a maquina, lo que me había privado de ocupar un puesto con amplios privilegios al estar exento de hacer guardias y gozar de una pernocta diaria, es decir de poder acabar el servicio a las tres de la tarde y marchar para casa, mientras, la mayoría, llevábamos a cabo las guardias e imaginarias que el ‘furriel’ (persona en las fuerzas armadas que, entre otras cosas, era el encargado de fijar los servicios del resto de la tropa, y haciendo gala del dicho de que «el que parte y bien reparte se queda con la mejor parte») marcaba, quedando él libre de las demás obligaciones. Pero no se preocupen que no les voy a contar batallitas del abuelo, y eso que yo ya lo soy, sino algo que me sucedió en relación con lo de escribir a máquina. Era en aquellos años de grandes oportunidades de trabajo en León (quien lo diría), con una banca en expansión, una telefónica como centro del noroeste con muchos puestos de trabajo bien retribuidos que retenían a los jóvenes en su tierra. Las empresas demandaban administrativos por doquier, lo cual hacia que el dominio de la máquina de escribir te abriera las puertas a un trabajo de oficina, como si de una clase superior se tratara. En esto, tengo que reconocer que las mujeres eran mucho más ágiles en el manejo de las máquinas de escribir pero que también era más que necesario el conocimiento de la misma por los hombres. Era el bum de la mecanografía ante las muchas oportunidades que se presentaba: en la banca, cajas de ahorro, Telefónica y un largo etc. de lo que poco nos queda hoy. Los bancos crecían como setas, y una Caja de Ahorros y Monte Piedad que ocupaba muchos cientos de puestos de trabajo entre los jóvenes de nuestra provincia, una telefónica con una plantilla importante, unas empresas de cierto calado, lo que generó un crecimiento económico derivado por los buenos sueldos que las citadas empresas pagaban. Consecuentemente con lo que estoy contando se multiplicaron las academias preparatorias, donde el conocimiento de las maquinas de escribir, y la taquigrafía para las secretarias, jugaba un papel importante a la hora de presentarte a las pruebas que se convocaban. En definitiva, si querías obtener un puesto de corbata y con buena retribución, sin tener que salir de la provincia, ni que te tuvieran que echar como ahora, este requisito era indispensable. A la vista de todo lo expuesto, y con la finalidad – se decía entonces– de que, el día de mañana tuvieras un buen trabajo estable y con porvenir que te permitiera tener una familia, y aquí paz y después gloria (con el tiempo ni paz ni gloria), pero eso es otro tema. A lo que iba, ante tales perspectivas mi hermano Luis y un servidor fuimos a aprender a escribir a maquina en casa de una señora conocida que, sin ser una academia al uso, daba clases de máquina a pequeños grupos. Dicha señora, natural de una población de la querida y vecina Asturias, en los intervalos nos contaba anécdotas sobre como le había ido la vida. La citada señora estaba separada (a decir de la gente, la había dejado el marido que era de León). Ante tal tesitura y, con el lógico despecho que tal situación le había producido, nos decía con una cierta ira contenida, referente a los de León –o cazurros–, pero que a mí, viniendo de esa buena mujer, que lo era, no me molestaba en absoluto, que en la población de donde era ella decían lo siguiente referido a los de aquí. El dicho era el siguiente: «Dicen que murió un cazurro, ojalá murieran veinte, entre más cazurros mueran, más pellejos ‘pa’ el aceite», dicho que me hizo sonreír en mi interior, lo cual ponía de manifiesto el recuerdo permanente que, hacia su odiado marido leonés, o exmarido, albergaba. El caso fue que a pesar de la difícil situación en que la había dejado el marido, ella con coraje supo sacar a los dos hijos que quedaron a su cargo para adelante, mientras nosotros aprendimos a escribir con los diez dedos, o sea con el llamado método ciego.
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