03/02/2021
 Actualizado a 03/02/2021
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Una expresión –un día de perros– que traducimos como que hace un frío que pela, llueve a cántaros o lo que el viento se va a llevar. Pero, tal como estamos, creo que este dicho pronto pase de moda porque, para las almas blancas, rayaría con lo «políticamente incorrecto».

Hace cierto tiempo, acudía con mi perra boxer –Estula– al veterinario y, desde la sala de espera observé como, a otro can, le asentaban una visera y unas gafas de sol. No me lo podía creer, pero la cosa iba en serio. Entonces, mirando a mi perra, le dí a entender que yo nunca haría lo mismo con ella. No pude reprimir el comentario: «¡Pobre animal!» y, de inmediato, tanto la vendedora como la cliente, me taparon la boca entre aspavientos y palabrería.

Es lo que tiene la confianza ciega de estos animales hacia sus dueños. Son dóciles y obedientes; carecen del sentido del ridículo y dignidad... aunque, respecto a esto último, he de decir que conozco mucha gente que la ha perdido. Para acreditarlo y por no ofender al españolito de a pie, prefiero mirar hacia la mesa del consejo de ministros y algún ejemplar veo.

Volviendo a los perros de verdad, lo que también veo es mucha soledad en las ciudades. Y más soledad, cuanto mayores son y más habitantes tienen. En los pequeños parques de barrio, los amos suelen reunirse, con sus chuchos, para que jueguen, se socialicen y hagan sus necesidades fuera de casa. Para algunos asistentes, estos instantes, son como un oasis que alivia su soledad.

Si usted tiene un perro –algo muy probable– compruebe los ingredientes de la comida del perro, con lo que usted come. Muchas vitaminas y oligoelementos, va a tener que tomar para acercar su salud a la del bicho. Ahora me doy cuenta de lo injusto que fui con Torrente cuando, a Tony Leblanc, le daba por cena una barra de mortadela canina. Sana y nutritiva.

Yo creo que, cuando se pasa de cierto límite, las cosas se ponen peor. Uno rompe el hielo y detrás, se agolpan todos los demás. Una situación habitual en al ámbito laboral y sindical, cuando se trata de pedir algo.

Cuando creí que había visto de todo, me entero de la moda de casar a los perros, formalmente. En ayuntamientos, oficiando una concejala, una parada de guardias municipales y mucho frufrú. ¿Estamos tontos o qué?

Cuando vivía en el pueblo, los perros se ‘casaban’ con quién querían. No eran bodas por interés como las actuales. La ceremonia era olisquear la vulva de la contrayente y, detrás, babeando, un cortejo de aspirantes entre ladridos y mordiscos. Cuando había un ganador, la hembra se entregaba dócilmente; el macho montaba a la amada... y a ello. ¡Tanto se querían que hasta después de haber eyaculado, seguían un largo rato unidos! Eso eran bodas y es lo natural.

Pero los excesos vienen de lejos. Ya en el siglo XVIII, un escritor, aristócrata, inglés y vicioso, Lord Byron, dijo: «Cuanto más conozco a los hombres, más quiero a mi perro». Pobre diablo. Discrepo rotundamente, pues aún creo en la gente. Y en cuanto a los cánidos, sin dudarlo, me quedo con el lobo, que no renuncia a su libertad, la carne cruda o sus carroñas, por un plato de Royal Canine.

Si quieres rematar estos comentarios, te recomiendo que acudas a la biblioteca o librería y te hagas con el conmovedor libro de O`Henry: ‘Memorias de un perro amarillo’. Lo lees ante tu perro y tu marido, y ellos lo entenderán. Es posible que tú no porque hay cariños que apestan.
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