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Desmemoria de la nieve

18/01/2021
 Actualizado a 18/01/2021
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Los últimos días (los primeros del año) nos han traído una nevada grande, o un nevadón. Nevarada, dicen por el noroeste. Aquí se agolpan los sentimientos felices, la nieve de la infancia, ya saben, tan inmaculada, tan perfecta, y se reúnen con las complicaciones del presente. Y con la omnipresencia en los telediarios. Pero como vivimos un tiempo extraño en el que todo nos sorprende y todo nos alucina, no nos ha faltado la ración de los apocalípticos, muy crecidos, que han visto otra ocasión más para asegurarnos que el nuevo año va a ser atroz desde el principio, más que el anterior, aunque el refranero, que es tan suyo, diga que un año de nieves siempre es un año de bienes.

Es cierto que el frío ha apretado y que la nieve ha alcanzado lugares en los que hacía años que apenas caía, pero en otros sitios la cosa se ha mantenido en los parámetros habituales. O, al menos, no ha sorprendido en la misma medida que, por ejemplo, a los ciudadanos de Madrid. Hay una memoria de la nieve que aún persiste en el mundo rural, un compendio de historias que vienen del pasado con una fuerza indómita, que nos llevan de inmediato a esas noches de relatos compartidos. Es nuestra tradición oral, lo sabemos bien. La nieve impresa en la memoria desde tiempos remotos.

¿Qué ha pasado, entonces, para que, de improviso, Madrid se convirtiera en el único lugar del país realmente bloqueado por la nieve, o poco menos? Para empezar, todo lo que sucede, ocurre antes en la televisión. La nevada sobre Madrid ha sido mediática, pantallera, como tantas cosas que pasan hoy. Ese escenario blanco, que modificaba drásticamente el devenir habitual, se convirtió en el gran tema, ansiosos como estábamos, también te digo, por abandonar la letanía habitual de los informativos en la que permanecemos atrapados, en bucle, desde hace semanas. La nieve, tan hermosa, se convirtió pronto en un engorro (lo que la hizo muy noticiable: la belleza se funde en los noticiarios mucho antes que los sucesos graves y los inconvenientes).

Este asunto ha revelado con nitidez la gran distancia que hay en este país entre el territorio rural y el territorio urbano. Una distancia que no deja de agrandarse más y más: lo de la España vaciada es por algo, seguro. Y, también, ha revelado la distancia entre las ‘provincias’, digámoslo con cierto retintín, y el centro, de donde, supuestamente, irradia toda modernidad y todo el calor contemporáneo, lo que hacía ciertamente inexplicable este frío negro que congelaba las fuentes y permitía al personal ir esquiando al trabajo (quizás la forma más segura). Hay algo que no podía entenderse, eso era todo: la nieve tenía que estar en otro sitio, como solía. En esos lugares alejados del progreso (qué remedio), esos lugares tan inclementes como el Yukón, donde se pueden hacer reportajes que firmaría con gusto el mismísimo Jack London.

Por otro lado, es cierto que lo que sucede cerca de los centros de comunicación tiene mucha mayor cobertura. Al principio, ante la novedad, hubo presentadores que iniciaron sus programas de televisión alegremente bajo la nevada, al tiempo que conectaban con sus corresponsales destacados en calles y plazas, pero siempre sin necesidad de salirse del perímetro de Madrid. La mayoría mostraba esa alegría que proporciona la nieve de la infancia. Unos jóvenes, o no tanto, se lanzaban bolas en la Puerta del Sol, o por ahí, como si de repente este tiempo de restricciones y miedos hubiera perdido todo su significado. Lo primero siempre es jugar. Y los niños invadían las grandes avenidas, habitualmente atestadas de vehículos, como en los cuadros de patinadores de Hendrick Avercamp, o de todos esos pintores que basta con ir al Thyssen para contemplarlos: los cuadros de escenas heladas de flamencos y holandeses, empezando por Jacob Grimmer y siguiendo por Aert Van Der Neer. En fin: paisajes del norte que siempre nos han parecido cosa de otro mundo. Por supuesto, a esa misma hora, en otros lugares de la península, nevaba a dios, pero bueno, eso no tenía, ni de lejos, la fuerza de una capital sitiada por los elementos.

La gran nevada de 2021 ha paralizado la aceleración de la vida cotidiana, y ha detenido también el bucle informativo en el que, quizás inevitablemente, estamos atrapados desde hace meses. Nadie duda de que, en lugares como Madrid, la nevada ha sido de consideración, pero lo que sorprende de verdad es que, como ocurre también con otras cosas, estemos tan expuestos ante cualquier problema. La verdad, no dejamos de recibir señales de que nuestra supuesta superioridad, en este mundo tan tecnológico, y tan desarrollado, se puede venir abajo a las primeras de cambio.

Puede que no sea tan mala cosa constatar nuestra fragilidad. Nos está pasando a cada paso, ya digo. Nos ha pasado con el coronavirus: las escenas de la pandemia han recordado algunas de otros tiempos bastante lejanos. Ahora, la gran nevada nos ha vuelto a pillar desprevenidos, o eso parece, y no será porque no hubiera avisos reiterados en los partes meteorológicos. Junto a brigadas de emergencia, civiles y militares, que se han aplicado en silencio a la labor, mucha gente ha trabajado con enorme dignidad, con pico y pala, limpiando sus áreas aledañas, como dicen que es obligatorio en Estados Unidos o Canadá, donde, por supuesto, nieva mucho más: pero no olvidemos que los cierres perimetrales han impedido a muchos ciudadanos acercarse, por ejemplo, a segundas residencias, para llevar a cabo esas tareas.

En medio de esa omnipresencia de Madrid y su nevada, algunos pueblos, algunas periferias, han logrado colarse. No han faltado las dificultades en lugares con muchos menos medios que la capital para capear situaciones así, pero allí cuentan con esa memoria de la nieve, quizás no tan poética (aunque también) como la que nos enseñó Julio Llamazares, pero sí cargada de experiencia doméstica, de los trabajos y los días. Una memoria de la soledad habitual. Y del olvido. Una memoria de la paciencia, de la lentitud, de conciliar la vida con la naturaleza y sus circunstancias. Y con sus súbitos zarpazos.

Todo eso parece inútil en un mundo atado al presente más rabioso, al aquí y ahora. Ni la memoria ni la experiencia parecen contar. Vivimos atrapados por el narcisismo del hombre contemporáneo, que no cree posible tener que inclinar la cabeza ante una nevada, eso que siempre sucedía en lugares lejanos, periféricos, moribundos, ideales para hacer el reportaje de un mundo remoto y primitivo, como quien descubre una civilización perdida. La desmemoria de la nieve sólo es el síntoma de otras muchas y peligrosas desmemorias.
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