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Descenso hacia la Navidad

16/12/2019
 Actualizado a 16/12/2019
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El descenso hacia la Navidad, que es un instante de irrealidad, salvo por el consumismo, ha comenzado en medio de la niebla y de la confusión. Estamos rodeados de urgencias y de alertas, aunque no sabemos muy bien para qué. Ahí tienen el ejemplo del ‘brexit’, que, por supuesto, nos toca de cerca. No sabemos casi nada de sus verdaderas implicaciones, ni siquiera los británicos lo saben (aunque muchos lo barruntan). Boris Johnson, el actor secundario Boris, llegó como suele, pronunciando unas cuantas frases poco menos que ininteligibles, pero en las que se suponía que decía que el ‘brexit’ era bueno y necesario, y que había que hacerlo como fuera: «Get Brexit done», ya saben. Esta frase, que no significa nada, pero que servía para indicar que algo había que hacer, porque la gente estaba harta, le ha dado una victoria aplastante esta misma semana, con la ayuda de un Jeremy Corbyn al que nunca logramos entender tampoco muy bien. ¿Estaba a favor o estaba en contra?

En este tiempo en el que la información nos desborda, no sabemos prácticamente nada. El ruido reina en el mundo contemporáneo. Los discursos se entrecruzan, las frases nacen de fuentes cuya veracidad es muy discutible, se apela a las emociones, al eslogan vacuo, al tuit propagandístico, pero apenas llegamos a conocer nada verdaderamente importante. Se pide a los ciudadanos un apoyo, un apoyo urgente (la alarma es lo propio de este tiempo), pero una vez conseguido las explicaciones son más bien pocas.

El caso del ‘brexit’ es, en efecto, muy significativo. Desde el famoso y desgraciado referéndum, con el que se puso en marcha la gran manipulación a la que estamos asistiendo, los británicos han sido animados a separarse de Europa con muchos más argumentos emocionales que con datos científicos. Parece claro que la Unión Europea, sin duda el más brillante y más grande proyecto político de los últimos siglos, a pesar de los errores cometidos, produce sarpullidos a algunos políticos de nuevo cuño. Europa ha sido fuertemente criticada, por algunas de sus políticas recientes, pero lo cierto es que se trata del espacio de libertad más grande del planeta y el único que ha sabido articular una política basada en la confianza y en la apertura de fronteras, que es a lo que debe aspirar la civilización, no a lo contrario. Los recelos ante los poderes europeos, sobre todo Francia y Alemania, y el advenimiento de políticas emocionales que potencian el orgullo nacional y una especie de patriotismo defensivo (alimentado a través de la propaganda), han llevado a algunos países a apoyar a estos políticos que abominan de las élites intelectuales y que prefieren una especie de brutalismo dialéctico, radicalmente pragmático, a través del cual se emiten mensajes simplistas y elementales, lo que en el fondo supone una burla de los ciudadanos, intentando evitar a toda costa cualquier pensamiento elaborado, que jugaría inmediatamente en contra de sus intereses.

Hemos caído por tanto en una verborrea inane que nos hace estar muy ocupados, pero que nadie comprende, porque ese es el verdadero objetivo de los que la producen. Boris Johnson ha ganado unas elecciones que le van a permitir llevar a cabo el ‘brexit’, pero simplemente porque algo había que hacer. Su tarea consistía en llevar a término lo que otros, surrealistamente, habían iniciado y de lo que incluso se habían arrepentido. Estaba sobre el barco a la deriva y quizás ahora pueda estar satisfecho de haberlo hundido: alguien tenía que hacerlo, no se puede estar a la deriva eternamente. Recuerda aquella frase (atribuida, al parecer, a Franco): «Estábamos al borde del abismo, pero hoy hemos dado un paso hacia adelante». Y ese paso al frente, sobre el abismo o sobre el acantilado, es el que Boris Johnson está dispuesto a dar con gallardía, aunque suponga despeñarse desde lo alto de la historia.

Johnson acompañó la verborrea (aunque se le entendiera poco o nada) con numerosos gestos actorales. No es que él o Donald Trump se caractericen por una prosa florida. Este tipo de política no aspira más que a la frase directa, equívoca, a la realidad reinventada y a la expresión superficial. Pero Boris es un tiempo inteligente, no lo olvidemos: simplemente utilizaba la estrategia que le había de llevar a convencer al personal sin entrar en jardines dialécticos. Lo hemos visto vestido de granjero (tirando de un toro con una soga), de lechero, repartiendo botellas, manejando una excavadora… Y se fue a votar acompañado de su perro, que parecía parte del atrezzo populista. ¿A quién diablos le importaba si el ‘brexit’ es bueno o malo? El caso es que allí había un tipo dispuesto a hacerlo, como el que hace una zanja por el placer de contemplarla después. Dentro de unas semanas podrá jactarse de ello, pues mayoría tiene. Más allá de los efectos que produzca esta decisión de romper con Europa (que dependerán también del acuerdo final), Johnson sí ha logrado un triunfo discutible: dejar al laborismo tocado o hundido. A corto plazo, todo estupendo para él. A medio o largo plazo, ya veremos.

En general, el hartazgo hace daño a la política. Precipita asuntos que, con más tino y menos frustración, deberían ser tratados de otra manera. Este es un tiempo de grandes aceleraciones que se deja llevar en exceso por las frases hechas, por los eslóganes de diseño, y poco por el pensamiento concienzudo. Tal vez sea un mal que afecta a los políticos contemporáneos, espoleados por las ingenierías mediáticas, preocupados por las imágenes y por el reflejo que brota de las pantallas infinitas. Nosotros mismos descendemos ahora hacia la Navidad en medio de todas esas reuniones para formar gobierno en España, de las que poco o nada sabemos. Se ha preferido, dicen, la discreción, o, si quieren, el control del caudal informativo. La televisión nos devuelve imágenes de los negociadores, pulcramente sentados, moderadamente risueños, ruedas de prensa en las que los argumentos giran eternamente sobre sí mismos, esa sensación de que nada alcanzará los titulares hasta que esté fraguado y decidido. La susceptibilidad nos corroe. Nos preocupan los gestos y las imágenes y las palabras empiezan a resultar conflictivas, incómodas. Escuchamos todas estas negociaciones mientras, en realidad, sólo se oye el silencio. Los tertulianos hacen sus apuestas, intentan adivinar lo que pasa a través de los síntomas, porque la política es ahora el territorio de los síntomas que hay que interpretar. Mientras descendemos hacia la Navidad descubrimos que sabemos mucho menos de lo que creemos. Después de todo, eso puede salvarnos.
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