Descarrilamiento en Atocha

Un relato, que nos presenta una primera versión sorprendente, a partir de la cual construye una segunda en lenguaje macarra y aun otra compuesta desde el embriagador mundo de los olores

Noemí González Campillo
12/08/2019
 Actualizado a 18/09/2019
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Nuestra discusión había sido tan fuerte que no parecía tener arreglo y su indiferencia me corroía por dentro. La culpa había sido mía, por orgullosa. Siempre me ocurre lo mismo con los hombres, pero aún deseaba seguir compartiendo con Álex cama, bares y lo que hiciera falta. Él era de Madrid y no volvería por mi pueblo hasta dentro de dos semanas; seguía sin contestar a mis mensajes y yo no podía esperar tanto para disculparme.

En las dos horas de aquel trayecto sorpresa a la capital no dejé de pensar un sinfín de desgracias: que el tren descarrilaba y moriría sin poder hablar con Álex nunca más o, peor aún, que ya me había olvidado.

Tras maquillar repetidas veces mi ruborizada cara por las lágrimas y los nervios, al fin llegué a Atocha. Álex me había contado dónde se bajaba en aquella mítica estación cada día al volver del trabajo hacia las seis de la tarde. Mientras esperaba, paseaba frenéticamente en círculo como una bestia enjaulada. No imaginaba otro sitio donde poder estar más que pisando aquel hormigón, esperando a través del perdón de Álex una libertad cuya forma imaginaba perfectamente, y aguantándome las ganas de ir al baño por si él aparecía…

Entre todo el bullicio y anonimato, que formaba el vaivén de cientos de desconocidos, no podía más que ensayar una y otra vez el discurso de disculpa que me daría la victoria hasta que, como si fuera el propio tren que estaba parando delante de mí en aquel instante, sentí cómo me aplastaba y me hacía polvo la imagen de Álex bajando de él, siendo abrumadoramente besado por una mujer y abrazado por dos niños a apenas unos pasos delante de mí. Como un felino asustado, me quedé mirándolo silente, con un pie delante de otro, tan petrificada como el cemento que sostenía aquella escena de mierda. Álex sí que me vio, pero no hizo más que girar la cabeza hacia otro lado como si nunca hubiera entrado en su vida. La incredulidad fue tal que ni una célula de mi cuerpo se movió, sin más fuerzas que para dirigirme hecha trizas hacia la taquilla y reclamar lo único que ya me correspondía: un billete de vuelta a mi casa.

Hostiamen en Atocha

El jari que montamos había sido tan hardcore que lo veía mazo chungo y me rayaba el tarro la de dios. La culpa era mía, por subidita. Siempre tengo las mismas movidas con los troncos, pero aún me salía'l coño trincarme al Álex, llevármelo de birras y lo que nos petara. Él era de la capi y no se dejaría caer por mi barrio hasta por lo menos en dos semanas. No me contestaba al wasap ni pa'Dios y yo me estaba volviendo crazy a full.

En las dos horas de viaje sorpresa que me metí hacia la capi iba con mis mierdas en la mollera: que si el tren petaba y yo la palmaba sin poder chingar nunca más con Álex o, más chungo aún, que ya pasaba de mi culo.

Tras maquearme el careto ahí to'rojo mogollón de veces porque iba con las calis temblando que te cagas, llegué a Atocha de una puta vez. Álex me había cascado hasta de qué andén se bajaba en aquella estación cada día tras el currele, a eso de las seis de la tarde. La espera duró la hostia; mientras, yo toda troner andén pa'rriba andén pa'bajo y con ganas de cambiar el agua al canario.

Andaba to'l rato ensayando las movidas que le iba a soltar al menda hasta que, como si me hubiera pasado el tren por encima, me aplastó y me hizo papilla el cuadro del Álex asomando la almendra por la puerta del tren, con una pibita comiéndole el morro y dos canijos espachurrándole a saco a unos pasos de mi jeta. Me quedé de piedra cuando el Álex me vio y miró pa'otro lado como si yo le importara un carajo. Hecha mierda, moví el culo pa'la taquilla y pedí un billete pa'volver a mi keli porque allí ya no había na' que rascar.

Atocha entre apneas

Nuestra discusión apestaba tanto que se percibía un cercano hedor a muerte, siendo mi orgullo lo que no dejaba transpirar la situación. Siempre me pasa igual con los hombres, pero aún deseaba compartir con Álex el aroma a alcohol y a sexo, y a lo que se nos presentara juntos. Él pertenecía a Madrid y no volvería a dejarse oler por mi pueblo hasta pasadas dos semanas. Su indiferencia me seguía asfixiando y yo no podía esperar tanto para volver a respirarlo.

En las dos horas de aquel trayecto sorpresa a la contaminada capital, llena de humo gris y de caos, se mezclaban en mi pituitaria fórmulas desastrosas percibiendo el olor a quemado de la carne de mi cuerpo tras descarrilar el tren y que moriría sin volver a dar jamás una calada al cuello de Álex, o peor aún, que él ya no quería volver a recordar la deliciosa fusión de nuestros vapores mezclándose.

Empalagada por la pasta que formaban mis lágrimas saladas, la cadaverina que segregaban mis nervios a través de mis axilas y el olor de mi maquillaje a señora venida a menos que quiere ocultar sus desgracias, llegué por fin a Atocha, donde la mezcla de colonias de cientos de desconocidos me penetraba asquerosamente. Cada vez me venía con más frecuencia el varonil olor de Álex mezclado con el de muebles de plástico, madera y cansancio, ya que sabía de qué andén se bajaría a las seis de la tarde después del trabajo. Mientras esperaba, me resistía a ir al aseo, imaginando los orines reposados del suelo y de las tazas de los inodoros volatilizándose por todo el ambiente.

Mis continuos ensayos de discurso y el polvo de las obras de varios andenes me revolvieron el estómago hasta que mis sentidos se paralizaron al notar a unos pasos de mí cómo ese olor varonil y a oficina de Álex era inundado por un perfume femenino y costumbrista. Otros dos aromas a dulces de quiosco y sudor tras una clase de gimnasia, lo cubrieron por completo. Álex me vio, pero miró hacia otro lado como si nunca hubiera aspirado mi tembloroso y excitable cuello. Lo único que ya conseguí sentir eran mis tambaleantes pasos entre apneas hacia la taquilla para pedir un billete de vuelta a casa.

Relato del Taller de composición que imparte Manuel Cuenya en la Universidad de León (Campus de Ponferrada)
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