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Derribos y crispaciones, S.A.

26/04/2021
 Actualizado a 26/04/2021
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Es verdad que la política lleva ya unos cuantos años sirviendo de material de entretenimiento para tertulias y otros encontronazos de plató, pero quizás hemos estado alegremente ocupados con estas cosas, con estos divertimentos, creyendo que el derroche de morbo era como irse a un parque temático, y de pronto nos hemos dado cuenta de lo peligroso de la situación.

Las elecciones de Madrid, esas que algunos han visto nada menos que como espejo del futuro político de este país, que ya es tener ojo clínico, están demostrando que todo está bastante salido de madre, que la falta de sustancia y de profundidad se ha generalizado, que ese temor de que la política se estuviera infantilizando a marchas forzadas no era precisamente una ilusión (algunos creían que la política aberrante sólo tenía que ver con Trump: ojalá). Se barruntaba esta caída en picado, este enorme destrozo, pero ahora, con el increíble espectáculo de los comicios madrileños, ya no hay ninguna duda.

En primer lugar, como hemos expuesto aquí en varias ocasiones las últimas semanas, parece un grave exceso considerar que Madrid pueda marcar la pauta de la política española. No hay nada que lo indique así, más bien al contrario. En primer lugar, este país se caracteriza por una enorme diversidad (afortunadamente), cada autonomía tiene su peculiaridad, y algunas autonomías distintas peculiaridades, y no creo que haya que buscar modelos, sobre todo porque nadie los ha solicitado. No los necesitamos, pero además sucede que esos supuestos modelos casi nunca funcionan.

No se trata de la voluntad de los madrileños, faltaría más, sino más bien de los líderes políticos que, en muchas ocasiones, no ven más allá de lo que sucede en la capital. Creen que el empuje mediático que implica estar allí obliga a poner toda la carne en el asador en momentos como este, sin percatarse que, desde fuera, la gente se mira perpleja, preguntándose qué diablos tendremos que ver nosotros con esa bronca cotidiana, con esa tendencia a la lucha en el barro dialéctico, con esa batalla sin cuartel. En todo caso, ya tenemos bastante con nuestros propios problemas como para imitar otros.

Me preocuparía que se exportara a la periferia (todo lo que no es centro es periferia, tal y como está el patio), o a provincias (así, sin artículo, ya saben), esta forma de hacer política. Y, sobre todo, esta forma de contarla. Porque la narración y el impacto mediático es ahora mismo la política propiamente dicha: hoy nada existe si no se cuenta. Si los líderes quieren hacer de Madrid un campo de batalla que se contemple desde toda España es porque lo fían todo al reflejo mediático, al poder de las imágenes, a lo que sale en televisión: supongo que piensan que estamos mirando como quien mira lo que pasa en el centro del mundo. Para tomar nota. Pero mucho me temo que no es así. Estamos mirando, qué remedio, pero ciertamente alarmados.

Esta forma de entender la política contemporánea tiene que ver con una interpretación maniquea y simplista de la realidad. Aquí sí hay que hablar de un mal global, que desde luego ha terminado por afectarnos. No quiero repetirme, aunque casi resulta inevitable, pero los efectos de esa venenosa tendencia crispadora que afecta a las sociedades contemporáneas, de la que han pretendido y pretenden sacar tajada los arquitectos de las nuevas políticas, están empezando a notarse, y pueden llevarnos a un grave descalabro. La amenaza que supone la política pueril y la siembra del odio para las democracias tal y como las conocemos es un hecho incuestionable.

Por tanto, conviene tomar distancia. El experimento crispador, el adanismo de los que abominan de las enseñanzas de la historia y creen estar reinventando el mundo a cada paso, como decíamos la pasada semana, ha demostrado la incapacidad para generar una política de acuerdos y consensos. En realidad, nunca los han buscado. Al contrario, han creído que el enfrentamiento servía para agitar las aguas. Y ya se sabe que, a aguas revueltas, ganancia de pescadores.

El debate profundo se ha sustituido por el encontronazo verbal. Tratando de identificarse con el pueblo (se ve que no nos tienen en mucha consideración intelectual), han optado por el recurso fácil: la bronca en las redes, la frase simplona y pueril, el mensaje publicitario parido por los asesores o gurús de turno (llegas a pensar que son los que realmente gobiernan y disponen, como en el tiempo de los validos), la división de todo en lo bueno y lo malo, lo conveniente y lo inconveniente. Un modelo ‘Barrio Sésamo’, pero sin gracia.

En lugar de aparecer nuevos líderes que se opongan radicalmente a estas ridículas simplicidades, muchos optan por rendirse a la moda, como si no se sintieran con fuerzas para disentir. Sea por temor a quedar mal o por no parecer fuera del discurso dominante, la resistencia ante el crecimiento de la intolerancia, la bravuconería, la diseminación de falsedades o medias verdades, las ideas sin matices, no termina de aparecer. Y la democracia sufre con ello, cada día más. Poco a poco va perdiendo su esencia.

La calidad de la democracia tiene que ver con la calidad del discurso que alimenta su naturaleza. Si los políticos no están al nivel adecuado, va a ser difícil pedir lo mismo a los ciudadanos. El progreso educativo, el progreso científico, el carácter abierto que se le supone a las sociedades modernas (multiculturales, diversas, tolerantes, compasivas) tiene que notarse en política: de lo contrario es que hemos fracasado rotundamente. O que tal progreso sólo era una quimera. Si lo que se impone de pronto es una sociedad intolerante, polarizada, censuradora, que parece dirigirlo todo hacia el enfrentamiento (hasta en los temas más nimios), entonces es que nos espera un futuro muy incierto. Sobre todo porque eso supondrá hacerle el juego a los liderazgos que creen haber encontrado su fuerza en esa confrontación tan perpetua como inútil. Sólo sirve, eso sí, a sus propios intereses.

Por todo eso las elecciones de Madrid, su campaña electoral, no pueden proyectar una idea de España, como también decía ayer Fernando Vallespín, aunque algunos de sus líderes se empecinen en ello. Proyectarán una idea de Madrid, y, visto lo visto, aún tengo mis dudas. En realidad, llevamos ya mucho tiempo en el que predominan los gestos hoscos y desabridos en todas partes y a todas horas, como pasaba y pasa en Cataluña, quizás porque algunos creen que así es como hay que gastárselas para mantener a raya a los demás. Los ciudadanos debemos negarnos a estas simplicidades. Como siempre decimos: antes de que sea demasiado tarde.
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